A tan sólo seis días de la celebración de elecciones
presidenciales, el jefe de Estado en funciones y vencedor virtual
de las mismas, Vladimir Putin, ha rendido tributo al instrumento de
una victoria que ya comienza a saborear.
Su viaje a Chechenia, supuestamente con el propósito de
entrevistarse con el alto mando militar, negociar la reconstrucción
de la república y supervisar personalmente la situación en la zona,
tiene un segundo objetivo: recordar la victoria del Kremlin (y por
tanto su propia victoria) sobre los rebeldes chechenos en el
territorio de la resistencia, en su capital, Grozni.
Su aparición ayer, copilotando un cazabombardero y en plena
forma física, le garantiza al menos el mantenimiento de su
popularidad en las encuestas. Dando la imagen de un triunfador sano
y joven que vela por la integridad de Rusia, Putin tiene al
electorado en el bolsillo.
El delfín de Boris Yeltsin ha optado por la cautela. En lugar de
protagonizar una agresiva campaña electoral con promesas y
descalificaciones, Putin se concentra en resolver cuestiones de
Estado, a sabiendas de que el único problema que urge solucionar,
por encima incluso de la acuciante crisis económica -con la que el
pueblo ruso se ha acostumbrado a convivir- es la guerra en el
Cáucaso.
Para contentar al 80 por ciento de la población que apoya su
gestión en Chechenia, Putin se deja fotografiar en el centro de
Grozni imponiendo medallas a las tropas rusas.
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