Vieja como la experiencia humana es la relación existente entre
ley y costumbre. Y lo es en un sentido doble, de forma que si la
costumbre acaba muchas veces por convertirse en ley, ésta a su vez
debe ir modificándose con los tiempos adaptándose así al cambio de
costumbres determinado por la evolución social. Es por ello que no
resulta de fácil comprensión la actitud del partido del Gobierno
que ha cerrado de momento las puertas a una posible reforma de la
ley del divorcio, propuesta por el PSOE y CIU. La reforma propuesta
es sencilla y sensata, ya que básicamente pretende eliminar la
condición de la separación previa, accediéndose así directamente al
divorcio y aliviando a los cónyuges de una tramitación más
complicada.
La separación previa hoy en vigor "de uno a cinco años" no
beneficia en realidad a nadie; ya que en resumidas cuentas sólo
contribuye a hacer más largo un trámite habitualmente doloroso y,
siempre, más costoso. Tal vez en su momento, cuando el Gobierno de
la UCD puso en marcha el procedimiento que culminaría en la
aprobación de la ley, se estableció este criterio a fin de dar un
tiempo para recapacitar a unos ciudadanos que podrían acogerse por
vez primera a la nueva disposición.
La sociedad española de hoy, indiscutiblemente más madura, puede
seguramente prescindir de semejante reserva. Las leyes envejecen y
transcurridos 20 años, no hay por qué pensar que la del divorcio
constituya una excepción. A mayor abundamiento, no quedan en
absoluto claras las razones vagamente aducidas por los
conservadores para obstaculizar el progreso de la reforma. En tales
circunstancias, su oposición a la misma parece una simple cuestión
de gabinete, del mandar por mandar.
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