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Cuando en febrero del año 2000 la extrema derecha de Jörg Haider entra a formar Gobierno en Austria mediando la torpe complacencia del Partido Popular, fueron muchos los que pensaron que aquella coalición no disfrutaría de un gran porvenir. Tanto el repudio de una Europa democrática dispuesta a imponer sanciones, como la propia dinámica interna del futuro Gobierno parecían indicar que éste no llegaría al fin de la legislatura.

Así ha sido y ahora la disolución del Ejecutivo conduce a unas elecciones a celebrar en los próximos meses. La experiencia austríaca-¿podemos llamarle aventura?-brinda dos lecciones a tener en cuenta. En primer lugar hay que anotar la peligrosa tendencia que muestran hoy amplios sectores de ciertas sociedades europeas a dejarse deslumbrar por las soluciones fáciles ofrecidas por unos populismos de corte fascista. El caso de Le Pen en Francia, del fallecido Fortuyn en Holanda, como el de Haider en Austria deben alertarnos ante la irrupción en plaza de esos políticos que prometen arreglarlo todo rápidamente, al amparo de un reducido ideario cuya puesta en práctica no contribuiría sino a empeorar las cosas.

El ciudadano debiera inmunizarse ante esas tentaciones que ha mostrado suficientemente su probada inutilidad, otras consideraciones aparte. Y a esa primera lección hay que añadir la que se desprende de la «disponibilidad» de algunos partidos que con tal de mantenerse en el gobierno llegan a pactar con formaciones políticas que se sustentan en tan peligrosas ideologías. En este sentido, desde el momento mismo en el que el Partido Popular de Austria acepta coaligarse con el FPÖ de Jörg Haider, no está libre de culpa.

Ya sabemos que, lamentablemente, la obsesión del gobernante es mantenerse en el poder y complacer los intereses de su propio partido, pero nunca se debiera llegar tan lejos como ha hecho esa derecha teóricamente democrática y liberal de Wolfgang Schüssel y su Partido Popular.