Inevitablemente, las ciudades evolucionan de acuerdo con la
dinámica general de cambios sociales, económicos, políticos y
urbanísticos. Palma no se escapa de esa transformación,
especialmente desde que España, y más concretamente nuestras Islas
se empezaron a posicionar en los primeros lugares receptores del
turismo de masas que motivó un espectacular giro en la economía
balear y la de sus habitantes, que pasaron de ser potenciales
emigrantes a ser partícipes del negocio que nos vino de más allá de
los Pirineos. De repente, albañiles se convirtieron en maitres
d'hote, o jefes de comedor, o de recepción si sabían hablar inglés
o francés medianamente bien, con el grado suficiente para atender a
la clientela.
Esa nueva y potente fuente de recursos económicos y de entrada
de divisas hizo que las industrias derivadas empezaran a necesitar
gente y los mallorquines de Palma, con mejores sueldos y mayores
perspectivas de futuro, y con el incremento notorio del poder
adquisitivo, empezaron a abandonar los viejos barrios del Jonquet,
Puig de Sant Pere, sa Calatrava y el casco antiguo, la zona que
comprende desde la periferia de sa Calatrava y la calle Sant
Miquel, que algunos han venido a llamar sa Gerreria.
Este éxodo de los antiguos residentes, la mayoría indígenas,
propició la degradación social y la urbanística (que había empezado
muchos años antes). Los edificios incrementaron su deterioro sin
que nadie reaccionara, entre otras razones porque era tiempo de
construir nuevas viviendas en el ensanche de Palma, creando zonas
residenciales y barrios obreros como Son Gotleu, Son Cladera y
otros lejos del centro de la ciudad. La demanda era importante y
había que construir a toda prisa, saturando zonas periféricas al
centro como la de Pedro Garau y Bons Aires, especialmente.
Paralelamente, los distintos núcleos del centro de Palma, que se
quedó casi vacío de mallorquines, fueron paulatinamente ocupados
por familias llegadas desde la Península, atraídas por el reclamo
de la industria turística poco exigente a la hora de admitir el
personal para atender a la masa de turistas que cada verano llenaba
los hoteles. Esa falta de atención de los viejos edificios de Palma
tuvo su punto de inflexión en 1975, cuando se derrumbó un edificio
de la calle Pólvora, en el Puig de Sant Pere y murieron dos de las
personas que lo habitaban. Era la crónica de una muerte anunciada,
valga el tópico, porque la ruina de los edificios del Puig de Sant
Pere había sido denunciada por la prensa.
Dos años después, los arquitectos L. Cantallops, E. Torres y
J.A. Lapeña redactaron el Plan especial de Reforma Interior (PERI),
considerado pionero en España, y que según el Grup d'Opinió,
tuvieron muy en cuenta «la formación histórica de la ciudad y de
sus tipologías edificatorias», básicas para los «planes del
proyecto, indicando parcela a parcela las actuaciones a realizar».
El Ajuntament tomó la iniciativa rehabilitadora según la filosofía
indicada por el equipo redactor, que también siguió la iniciativa
privada, bien para restaurar sus propias viviendas, o para hacer
negocio, en el caso de empresas y gente de negocio que supo ver que
el precio de los edificios del centro o la zona histórica de la
ciudad iban a experimentar una espectacular subida que les
proporcionaría pingües beneficios. Esa filosofía inicial de
recolocación de los antiguos residentes propició que muchas de las
familias pudieran quedarse en ese entorno, pues iban reocupando las
viviendas, las que anteriormente habían ocupado, u otras en las
proximidades, una vez que se concluía su rehabilitación o
reconstrucción, con lo que del mismo modo que se mantenía hasta
cierto punto el entorno social también se conservaba el entorno
urbano que no perdió su imagen.
Al plan especial de Sant Pere siguieron los del Jonquet y sa
Calatrava, con ciertas coincidencias a lo que se refiere a la
actuación pública, la regeneración de los edificios y el realojo de
sus antiguos moradores a precios asequibles, condición que no
afectaba a la iniciativa privada, que únicamente debía ceñirse a
los cánones arquitectónicos del ámbito, pero no así a la categoría
de las edificaciones ni a sus precios de venta, que en muchas
ocasiones se eleva a cotas inalcanzables para la economía media de
los residentes mallorquines o españoles, y por eso han pasado a ser
propiedad de extranjeros que han llegado a pagar, en sa Calatrava,
cifras superiores al millón de pesetas el metro cuadrado, según los
arquitectos del Grup d'Opinió.
También en el Jonquet la presión de la iniciativa privada ha
propiciado la modificación del Plan Especial, que según el Grup
d'Opinió, «ha olvidado la dimensión física y morfológica del
terreno como plataforma concreta de reflexión y propuesta,
ignorando el proceso de la formación histórica del barrio y sus
sistemas constructivos», lo que significa la transformación casi
absoluta del lugar. Esto último es lo sucede en el centro histórico
mal llamado sa Gerreria, que más que una rehabilitación lo que se
está haciendo es la creación de una nueva zona de la ciudad que,
lógicamente, perderá el calificativo de «histórico». Los
arquitectos lo llaman «sventramento digno de los mejores ejemplos
de destrucción de los cascos históricos de Italia, en los años 40 y
50», con lo que consideran que se está primando los criterios
económicos sobre la protección del patrimonio arquitectónico,
social y urbano, entre otras razones, porque casi nadie de los
antiguos residentes en esa zona derruida por las máquinas podrá
volver si no es pagando cantidades «sociales» inalcanzables para
muchos.
Lo cierto es que los planes iniciales del Ajuntament, al margen
de la creación de las sedes de Justicia, como ha sucedido, Correos
y Hacienda, que no se ha hecho, estaban dirigidos a la
reconstrucción de los viejos edificios de lo que se conservaría las
fachadas, de tal modo que esa zona no perdiera su indentidad
urbanística y arquitectónica, y permitiría el realojo de los
antiguos moradores, y no tanto de esos grupos de familias que han
ido ocupado los edificios a medida que iban siendo abandonados,
precisamente por su deterioro.
Con el tiempo esa filosofía de conservación se ha ido al traste,
con lo que son más bien pocos los edificios que se salvarán. El
razonamiento aducido frecuentemente es que «no hubiera sido
rentable» la recuperación de los inmuebles, por su avanzado estado
de ruina, lo que equivale a decir que la empresa privada no es un
centro de caridad y es lógico que piense en el negocio. Por otra
parte, la restauración total sería inasumible para el Ajuntament,
por lo menos a corto plazo, y el endeudamiento municipal, a corto,
podría ser catastrófico.
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