Rememorando un titular cinematográfico de evocadora carga poética
como es «Luces de la ciudad», podríamos definir en una versión
convenientemente actualizada el aspecto de la Palma nocturna desde
cualquier altozano que nos permita apreciar en perspectiva su
imagen, más allá del crepúsculo. Una faceta que, lejos del
semblante tamizado por la tenue luz de gas que iluminaba las calles
antes de la irrupción eléctrica, destaca por la efervescencia
lumínica del actual alumbrado público, a base de nuevas sustancias
químicas que han llegado a hacernos olvidar las sombras de la noche
y lo que es más lamentable, la belleza del cielo estrellado.
Palma aparece, coincidiendo con la llegada del nuevo milenio,
más iluminada que nunca. Hasta el punto de que las autovías,
rotondas y carreteras desdobladas pugnan desde el extrarradio por
brillar tanto o más que el sol, eclipsando los monumentos
históricos, cuya altura se ve tapada por el trazado longitudinal de
los torrentes lumínicos automovilísticos. Es la Palma del 2005,
donde todo refulge sin matices a imagen de la vida moderna, en un
trasiego permanente donde la sombra del misterio o el rincón en la
intimidad de la media luz pertenecen al recuerdo.
Nuestra ciudad es un ascua de luz y seguramente ya un punto de
referencia para los astronautas que desde el espacio exterior
contemplen en la oscuridad del espacio un intenso punto brillante
aparentemente perdido en medio del mar. Luz sin atenuante, blanca o
anaranjada, que alcanza su culminación en el puerto con sus
reflectores de más de treinta metros de altura sobre la terminal de
contenedores, realzada por la presencia de hasta tres paquebotes de
cruceros que levantan más de doce cubiertas sobre la oscura
superficie marina, tal cascadas luminosas ante la bahía. Es la
apoteosis de la luz ante un siglo entre tinieblas.
Gabriel Alomar
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