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Cada vez que tomo el tren de Sóller intento imaginarme que soy la baronesa Blixen camino de su granja en Àfrica y que, en el vagón de atrás, están unos kikuyu velando mi cristalería y mi porcelana danesas. Esta es una imagen fugaz que suele desaparecer en cuanto piso el escalón que me conduce a uno de los vagones -a ser posible con los asientos tapizados, por mucho que los de madera resulten más auténticos-. Los viajes a cualquier parte tienen en común una cosa: la capacidad de asombro que despierta en nosotros lo más trivial.

El trayecto a Sóller es encantador por muchas razones, pero si quisiéramos también podríamos escribir sobre la fealdad con que lo hemos castigado. Hoy no voy a hacerlo. Porque se trata únicamente de una cuestión de suerte. La baronesa Blixen nunca se tropezó con excavadoras, grúas y hormigoneras en su camino; aun así, no fueron pocos los colonos europeos que reconocieron que aquel mundo estaba desapareciendo. Aquí también ha desaparecido. Me gustaría haber nacido antes, pienso al acomodarme junto a una ventanilla.

ien querer probar lo que ahora ya es sólo una anécdota pintoresca, pero dura poco. Unas filas hacia delante hay un joven turista que lee un periódico inglés, tan campante, con las piernas estiradas que acaban en unas chancletas muy veraniegas. Allí algún día se sentó, posiblemente, un comerciante que utilizaba americana y chaleco blanco incluso en agosto y que se atusaba el bigote con rigor. O alguna mujer que desplegó su sombrilla de encajes nada más llegar a la estación de destino, allá por 1915. Pero, en fin, hoy es ocho de octubre de 2005, hace calor, y acabamos de pasar junto a Son Pardo. Esta es la realidad. Hay un hermoso caballo blanco que trota paralelo al tren, y yo lo miro mientras puedo.

Neus Canyelles