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Después de la manifestación del sábado pasado en Madrid, que congregó a cientos de miles de ciudadanos de toda España, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha decidido abrir las puertas de La Moncloa a los convocantes para escuchar su posición. Es un gesto que le honra y que viene a demostrar, si realmente hay voluntad de diálogo, que el famoso talante de su mandato sigue en pie. Y en esta ocasión, desde luego, se hace más que necesario, porque lejos de partidismos, de deseos de desgastar al Gobierno y de alborotos varios, lo que se está poniendo en juego es algo crucial: la formación de los jóvenes de nuestro país de cara al futuro.

Sentar las bases de un sistema educativo racional, eficaz y universal debe ser el único objetivo de quienes promueven esta nueva reforma y de quienes la rechazan. Centrar las críticas en la educación religiosa es quedarse al margen de la realidad, porque el proyecto de ley garantiza la asignatura en todos y cada uno de los colegios españoles, aunque la elección de esta materia será voluntaria. ¿No es eso asegurar la libertad de los padres de decidir si sus hijos reciben una formación católica? Por otra parte, ¿por qué su estudio debe afectar al rendimiento curricular de los alumnos? En principio, este planteamiento encaja a la perfección con la definición de un Estado no confesional, como afirma nuestra Constitución.

Sin embargo, no es la cuestión religiosa la que más preocupa, al menos públicamente, a los que critican el anteproyecto. Uno de los puntos clave es la libertad de elección de centro, que según las organizaciones católicas está amenazada. Curiosamente, el anteproyecto socialista también encuentra rechazo en sectores progresistas que estiman que la ley debe potenciar la enseñanza pública.

Obviamente hay otros muchos aspectos a considerar, pero lo que realmente debe importar es que un país no puede cambiar de ley de educación cada vez que en La Moncloa se produzca un cambio de inquilino.