Un buen plan. | Redacción Cultura

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Dicen que nada muere mientras es recordado. Quisiera hacer valer este dicho en el vigésimo aniversario de la demolición del cine Montecarlo, una de las salas que avivaban la cultura del séptimo arte en el Sabadell de mi infancia. Si cierro los ojos aún puedo ver como la tenue claridad de sus neones iluminaba la calle.

Ah, el cine. De sus penumbras parten mis primeros recuerdos en cinemascope. Allí descubrí la sonrisa ladeada de Clark Gable, el carisma chic de Cary Gran o la ruda bravura de John Wayne. Entrabas con una bolsa de palomitas, te pertrechabas en la butaca y durante hora y media desfilaban ante tus ojos inolvidables historias de héroes, villanos y amores incombustibles. Aquella época sembró en mí la obsesión por vivir una proyección en casa. Complicado, por no decir imposible, en aquellos días en los que los sótanos sólo servían para amontonar trastos. En los ‘80 nadie montaba en el bassment ni un gym, ni un spa, ni mucho menos un cine con su sonido Surround, su pantalla gigante y su proyector. Te tenías que conformar con sacar la Sony Trinitron a la terraza del jardín e imaginar que estabas en un ‘cinema a la fresca’. Pero no colaba.

Los tiempos han cambiado. Hoy, los adelantos tecnológicos conducen el cine a una nueva dimensión. Y llegados a este punto, ¿a quién no le gustaría sentir que está en un cine, pero rodeado sólo de amigos? En eso ha pensado Cinema Paradiso Mallorca, una empresa que te lleva el cine a casa. Con toda su riqueza visual y sonora. Y, claro, con sus palomitas. «Ofrecemos una experiencia de cine bajo las estrellas. Es un concepto completo: con proyector y pantalla de gran tamaño que puede llegar a los cuatro metros, con altavoces de calidad, stand de palomitas, unos puffs que encargamos que nos hicieran a medida, y con una mesita de noche y lamparita», explica Joaquín Azcona, manager de la delegación mallorquina de esta empresa.

Lo dicho, el cine en casa. Y olvídense del concepto home cinema, algo más convencional y, si me apuran, mundano. Lo de Cinema Paradiso -por cierto: qué gran nombre, Giuseppe Tornatore estaría orgulloso- es más bien como arrancar una sala de cine e incrustarla en su jardín. «Trabajamos para todo tipo de público… hoteles que proyectan películas para sus huéspedes, bodas que nos contratan para poner una película y entretener a los niños -o a los mayores- y clientes que quieren ver una película con la familia o amigos».

Un escenario que refleja claramente el concepto de ‘cine bajo las estrellas’.

Aunque las tarifas no son accesibles a todos los bolsillos, el entrevistado reconoce que «tampoco es algo exclusivo para adinerados. La tarifa va en función de la logística, el montaje y la cantidad de gente». Reconoce que «hemos trabajado con muchos famosos, futbolistas, actores y estrellas del pop». Y la mayoría repite. «Está comprobado, es algo que engancha mucho». Preguntado sobre qué tipo de películas suele pedir la gente, responde que «hay de todo, desde cintas de animación hasta pelis como El gran Lebowski o Top Gun».

Bueno, habrá quien prefiera un buen televisor de pantalla plana frente al sofá en su salón. Pero, más allá de poder controlar la pausa, chequear los mensajes del teléfono o hacer una escapada a la cocina a picar algo, lo cierto es que la experiencia que ofrece Cinema Paradiso Mallorca está a años luz. Como un Seat Panda de un Ferrari. Ya saben lo que dicen: ‘lo bueno se paga’.

Por cierto, a quien pueda interesarle: en su último pase, el cine Montecarlo proyectó la versión clásica de King Kong. Unos días después su fachada, como el pobre primate malherido, se desplomó sobre la acera. Sobre sus cenizas se alza hoy un supermercado. Como soy un nostálgico, me gusta pensar que al caer la noche todos los personajes que desfilaron por pantalla cobran vida. Convertidos en hologramas espectrales, deambulan por los pasillos del ‘super’, mientras de fondo suena el repiqueteo de los zapatos de Fred Astaire y Ginger Rogers marcándose un vals. Tan solo cuando atisban la linterna del vigilante huyen como pólvora encendida, para perderse entre la densa niebla vallesana.