En democracia resulta saludable la indecisión, entre otras razones porque revela criterios amplios, posiblemente dispuestos a ser matizados. Así ocurrió en lo concerniente a la entrada de España en la OTAN. Claro que ello sucedía en los años 80 de un siglo que más que pasado empieza a parecer muy lejano, cuando la relación entre los ciudadanos y sus gobiernos se parecía a la de esos noviazgos nuevos en los que incluso los renuncios se disculpan. Porque renuncios los hubo, ya lo creo que los hubo, pero era tan joven nuestra democracia, ah.
Desde la UCD, Leopoldo Calvo Sotelo impulsó en 1982 la entrada de España en la OTAN, algo a lo que inicialmente se opuso el PSOE de Felipe González , aduciendo que la permanencia en la citada organización debería someterse a referéndum. Y así fue, no obstante hubo que esperar hasta 1986 para su celebración, en la cual aquellos que se habían opuesto a él, pasaron del «no» al «sí». En dicho tránsito hubo tiempo para establecer algunas condiciones de lo más estrafalarias. Por ejemplo, España sería miembro de la OTAN pero no formaría parte de su estructura militar. Increíble, entrábamos en una alianza militar –no en una organización filantrópica– pero dejando de lado su carácter militar. Afortunadamente, semejante majadería quedó olvidada.
Bueno, y así, pasando los años, el próximo se cumplirán 40 de nuestro ingreso, circunstancia que ha aprovechado el Gobierno de Sánchez para ofrecer nuestro país como sede de la cumbre a celebrar. Bueno, reconozco que aunque este tipo de alianzas nunca parecen muy de fiar, una OTAN que ha resistido durante cuatro años las embestidas de un tipo como Trump , ha ganado algo de respetabilidad.
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