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Nada puede ir bien en una sociedad donde la felicidad se ha mercantilizado y donde los políticos muestran a menudo su cara más vil. La realidad nos sitúa ante las reflexiones más crudas y confusas que podríamos afrontar. Cruzo Santa Catalina de noche y me pregunto dónde ha quedado el sufrimiento y el sacrificio que han supuesto una pandemia que damos por finalizada. Leo noticias sobre botellones y me pregunto si los jóvenes han entendido algo de unos meses que para ellos han sido duros y que les han robado parte de una de las mejores etapas vitales.

Me cuentan el desfase de los alemanes en el Arenal y pongo en duda toda la revolución turística que queríamos planear para unas Balears que agonizan sin saber gestionar su única fuente de riqueza. Hace unos días el Bild lo dejaba claro: Otra noche de disturbios en Ballermann: ¡sin máscara, sin distancia, sin decencia! Creo que ese punto intermedio tan necesario es una auténtica utopía y que la política de prohibición por mera voluntad política no podía llevarnos a buen puerto. Al final el sistema e incluso la propia percepción del derecho como mecanismo de convivencia han terminado sufriendo los efectos de una sociedad que puede pasar de un extremo a otro sin necesidad de reflexionar sobre lo que haya ocurrido, ocurra o pueda ocurrir. Un ejemplo es esta economía de subsidios de corte cortoplacista que no calcula el lastre que arrastraremos y que heredarán aquellos que ahora solo piensan en reunirse con sus amigos. Si había otras medidas más eficientes se han buscado aquellas que generan la reacción más primaria y elemental, sea para lo bueno como para lo malo (donde hemos soportado con estoicismo prohibiciones de una gran contundencia). Un panorama desconcertante y complejo que entiendo irresoluble y que la vida resitúa con una simple fatalidad.

Tengo noticia del último fatídico accidente en Mallorca donde ha muerto, en un coche ajeno a la colisión inicial, un padre de 47 años y que deja hospitalizada a su hija de 15. Recuerdas en este momento a tantos fallecidos en nuestras carreteras, a menudo amigos y familiares sobre todo en aquellos años sin autopistas donde nuestros ejes principales eran auténticas ratoneras. Y mientras escribo sobre dificultades y medidas pasajeras recuerdo que el dolor es una experiencia permanente y personal que nos debería exigir mayor responsabilidad y respeto. Porque seguramente un inquer comprometido y bueno como Pere Ferrer , expresidente de PIMECO, nunca dejará de preguntarse por qué el pasado domingo tuvo que morir su hijo de una manera tan repentina. Y así otras familias como la mía o la de usted, junto tantas otras. Demasiada frivolidad para confirmar que seguimos sin entender las grandes lecciones que nos da la vida. Algunas temporales, otras siempre atemporales.