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El éxito catalán en su pulso con Madrid alcanza hitos históricos. Cuando un pueblo genera líderes dispuestos a ir a la cárcel, suele ser invencible. Y en Balears, donde impera el temor reverencial hacia el poderío capitalino, conviene tomar nota sobre los logros de la Generalitat, fruto de la valentía y coraje racional. Los catalanes han dado grandes pasos desde que se levantaron en 2017. Han echado a patadas al PP del Gobierno; han alcanzado mayoría absoluta independentista en votos en su territorio; han rasgado el monolitismo en la capital del Reino, donde cada vez hay más peleas; han conseguido que sus líderes vayan a ser indultados; han logrado que este indulto tenga el apoyo de Europa; han empujado las derechas hacia los folklóricos páramos de la pandereta. Y han forzado el proceso de reforma de un Código Penal derechistón, rancio y garrotero, muy alejado de la sensibilidad europea hacia la tolerancia en las protestas políticas. Y encima, Felipe VI, que el 3-O calificó la revuelta catalana de «deslealtad inadmisible con España», se fotografió el otro día con el president de la Generalitat junto a un montón de empresarios catalanes que también reclaman el indulto, hartos de la deriva del Reino cuando se pone a crear «mártires».

Los catalanes van ganando. En la negociación que comenzará con sus presos en la calle en olor de multitudes, reclaman a Madrid el traspaso del aeropuerto y el puerto de Barcelona como detalle de buena voluntad. ¿Alguien se imagina a Francina e Yllanes exigiendo una chuminez semejante? Pero con la Generalitat, el Reino está cediendo. Es cierto que retrocede a la española, con porte altanero. Pero cede. Es lo que exige Europa, que no quiere presos políticos. Bruselas le ha largado 140.000 millones a Sánchez, al que pide respeto hacia las nacionalidades con lengua propia. Los catalanes son el motor de la historia democrática de España.