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El pasado 19 de marzo, en la celebración de San José, Francisco nos regaló la esperada, por necesaria, reforma de la Curia romana. Era un objetivo desde el primer momento y a su logro le ha dedicado todos estos años. En esta labor le han acompañado destacadas figuras de la actual jerarquía católica. La nueva constitución, Predicate Evangelium, entrará en vigor el próximo 5 de junio de 2022. «Id al mundo entero y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). Esta es, sin duda alguna, la gozosa tarea que Jesús encomendó a sus discípulos. Un verdadero mandato que, aunque no siempre se ha observado con fidelidad, constituye «el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a toda la humanidad en el mundo de hoy» (Juan Pablo II). Sin duda alguna. Forma parte esencial de la misión de la Iglesia anunciar la buena nueva, el Evangelio, «y con él suscitar la escucha de la fe en todos los pueblos» (n. 1).

Con mayor detalle y precisión, Jesús les imparte esta otra instrucción: «Una vez llegados, proclamad que se acercó ya el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios; de balde lo habéis recibido, dadlo de balde» (Mt 10, 7-8). No puede negarse, sin embargo, el eco de la conocida afirmación del modernista católico Alfred Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». Fina y acusadora observación.

A mi entender, creo que aquí se esconde, al margen de los textos evangélicos transcritos, un tema central para la reflexión futura y que viene condicionando el sentir y vivir de la propia Iglesia. Me refiero al entendimiento de la fe y, por tanto, del cristianismo mismo personificado en la Iglesia. Aunque sorprenda y escandalice a muchos, pienso que se ha de partir de una realidad incuestionable: «Jesús jamás pretendió fundar religión nueva alguna» (Piñero). Los primeros pasos de los seguidores de Jesús después de su muerte se caracterizaron por la vida en libertad y por el pluralismo consiguiente. Aquel mundo del cristianismo de los primeros tiempos no fue en absoluto uniforme. La figura de Pablo de Tarso fue, en efecto, clave al poner «bases importantes para el desarrollo de un movimiento que, en un par de siglos después de su muerte, sería claramente una religión distinta al judaísmo, el cristianismo». En esta concepción y llevados de un impulso unificador, el cristianismo se consolidó en Nicea (a. 325) con el Credo y con el Canon de los libros del Nuevo Testamento.

Pues bien, esta concepción, fundamentalmente paulina, se impuso de hecho y ha perdurado hasta nuestras días. Ahora quiero subrayar, aunque no son los únicos, dos aspectos negativos de la misma: la marginación del evangelio o de las exigencias de Jesús, como ha recordado José María Castillo, «que estorban a las conveniencias de quienes, desde cargos de poder, privilegio y fama, ejercen una potestad intocable y sagrada» y la confusión entre religión y evangelio. De hecho, estas circunstancias han dado lugar, desde hace demasiado tiempo, a permanecer «bloqueados, aparcados en una religión convencional, exterior, formal, que ya no inflama el corazón y no cambia la vida» (Francisco). Esta es la realidad de la situación actual, fácilmente detectable. A partir de la misma y hasta que no se proceda a aclarar la aludida cuestión central, se ha de subrayar con trazos muy gordos que, como todo en la Iglesia, «la reforma no es un fin en sí misma, sino un medio para dar un fuerte testimonio cristiano» (n. 12) y, sobre todo, que «la reforma de la Curia romana será real y posible si brota de una reforma interior» (n. 11).

Ambos principios son evidentes e indiscutibles en el terreno abstracto. No así en la adhesión y consiguiente comportamiento eclesial de cuantos decimos integrar la Iglesia. Creo que, por desgracia, se han puesto demasiadas esperanzas en una reforma puramente instrumental, aunque absolutamente necesaria y, al mismo tiempo, con claro olvido de que la gran reforma, que la Iglesia está llamada a realizar, no es la de las estructuras sino la conversión interior. Esto es, vivir como vivió Jesús, testimonio práctico (Juan XXIII).