Este domingo, tambores y trompetas han acompañado en Palma, en Mallorca, en España la entrada de Jesús en Jerusalén. «Id a las puertas de la ciudad, veréis un pollino, desatadlo y traedlo». Le llevan el borrico, se sube a él y pisa triunfal la vieja urbe, muchas veces levantada y destruida, capital de los judíos. «Mándalos callar», le dicen. «Si ellos callaran las piedras gritarían», responde. Se va a celebrar la Sagrada Cena. Jesús se pone un delantal para lavar los pies a los apóstoles. San Pedro se subleva. «¿Tú, Señor, lavarme los pies a mí? Calla Satanás, si no te lavo los pies no tendrás parte en mi Reino».
Es la fiesta de la Pascua. Jesús toma el pan, Jesús toma el vino los bendice, «el que coma de este pan y beba de este vino no morirá para siempre». Lo prenden y lo llevan a la presencia de Pilatos. «¿Eres Tú el rey de los judíos? Tú lo has dicho/…/ Yo no hallo culpa en este hombre». Pilatos lo envía a Herodes, quien lo buscaba hacía tiempo, se mofa de él, lo envía de nuevo al prefecto romano. «Yo no hallo culpa en este hombre. ¿Queréis que libere, por la Pascua, a Barrabás?». «A Barrabás no, a este». La turba ruge «crucifícalo, crucifícalo». Y Poncio Pilatos se lo entregó. Le quitaron las vestiduras, lo ataron a una columna, desnudo por las calles del Calvario recorrió su vía crucis.
En el Gólgota lo crucificaron en medio de dos ladrones. «Señor, acuérdate de mí cuando estés en Tu Reino», clama uno de los agonizantes. «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso», responde el Salvador. El amor de Cristo, el inconmensurable amor de Cristo, es la noticia que no tiene fin porque, cualquiera que sea nuestra imaginación rebasa toda comprensión. Más allá de todo sufrimiento, La Resurrección contiene esta promesa: Si has vivido tu dolor por mí, algún día estarás conmigo en el Paraíso.
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