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Los peluches son suaves y cálidos. Pueden inspirar cierta ternura, si los asociamos a la infancia, a esos niños que fuimos todos y que, si somos afortunados, han dejado algunos resquicios en nuestra forma de ser. Cuando Juan Ramón Jiménez comienza la historia de Platero y yo con una descripción de un ser que parece un peluche con vida, inicia un relato bello e inolvidable. Todos los que lo leímos hubiésemos deseado tener un Platero de pelaje sedoso y mirada honda en nuestras vidas.

En la ciudad de Lviv, en Ucrania, se ha organizado un homenaje callejero a los niños que han muerto durante la guerra. Son 243. Una cifra que solo puede producir horror y tristeza. Se han llenado las calles de autobuses. En cada asiento, hay un peluche como homenaje y memoria de esos niños perdidos para siempre. La performance se titula ‘La excursión que nunca se va a hacer’.
Cuando éramos niños, todos fuimos alguna vez de excursión con el colegio en un autobús. Esos autobuses nos transportaban a la alegría y a la aventura. Suponían romper con la rutina, hacer un paréntesis en la cotidianidad, y disfrutar con los compañeros de clase de un día diferente, lleno de descubrimientos y diversión.

Los autobuses de Lviv son silenciosos y están quietos. No tienen nada que ver con aquellos otros rebosantes de movimientos, risas, canciones. Teníamos todo un repertorio de canciones que cantábamos durante el trayecto. Ahora el silencio solo puede evocar las campanas que tocan a muertos. Recordemos esos niños que ya no cantan. Nunca volverán a sus casas ni a sus vidas. No se dormirán abrazados a aquel peluche que todos tuvimos, el Max especial, el predilecto. No nos harán preguntas para las que jamás encontraríamos respuesta.