La jornada laboral de ocho horas se estableció con la revolución rusa en 1917 y llegó a España dos años después. Es decir, llevamos más de cien años dejándonos la piel en el trabajo de lunes a viernes durante cuarenta horas semanales. Antes de eso la cosa era terroríficamente peor, así que para muchos –el empresariado, sobre todo– ya va bien así. Lo que pasa es que la sociedad parece –o parecía– dirigirse hacia un estado en el que el ocio, la cultura y la belleza irían ganando terreno gracias a la robotización de las tareas más penosas. El viejo sueño de la Humanidad de convertirnos en sabios amantes del arte y la cultura, saludables y pacíficos está, sin embargo, muy lejos.
Mientras en Islandia la jornada semanal de cuatro días –32 horas– está generalizada manteniendo el mismo salario, en Alemania los empresarios reclaman recuperar la jornada de 42 horas e implantar la jubilación a los 70 años porque no encuentran obreros para sacar adelante la producción de sus fábricas. En España tenemos tres millones de parados que parecen ser incolocables y, al mismo tiempo, se abren las puertas a millones de inmigrantes para que cubran esos puestos que siempre quedan vacíos. ¿Quizá por la dureza de las condiciones y lo esmirriado de los sueldos?
Al final casi nadie tiene lo que desea pero yo creo que cien años después ya es hora de dar una vuelta de tuerca y empezar a dar pasos hacia ese camino idílico del tiempo libre y el descanso, de la cultura y la nutrición intelectual. Aunque me temo que los dirigentes opinan todo lo contrario. ¿Qué gobierno desea ciudadanos conscientes, cultos, inteligentes y críticos? Serían, creo, obreros poco dóciles que exigirían sus derechos con herramientas tan pasadas ahora de moda como la huelga.
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