Que en sus innumerables formas, variedades y tejidos, con o sin adornos, con cinturón para anudarlo o para que cuelgue, es sin duda la vestimenta más sensata que existe, y la más lógica. Cuando el emperador Marco Aurelio regresaba al campamento tras todo el día guerreando en las fronteras del Danubio, se quitaba la coraza, dejaba la espada en una especie de paragüero y se ponía el batín, convirtiéndose de inmediato en un filósofo estoico. Así escribió sus Meditaciones, en griego helenístico.
El paso de la barbarie a la civilización es un batín, un invento nunca suficiente valorado. Sabedor de los celos intelectuales que sentía Flaubert por el batín de Balzac, el gran escritor ruso Iván Turguéniev, que estaba en Francia tras los pasos de su amante gitana Pauline Viardot, le trajo de San Petersburgo un batín tan hermoso «como el que lleva el Sha de Persia». «Me ha dejado boquiabierto. Esto sí que es un regalo», le escribió Flaubert. «Esta vestidura real me sumerge en sueños de absolutismo y lujuria. Me gustaría estar desnudo bajo ella, y acoger allí circasianas…».
Circasianas son mujeres nativas de Circasia, al norte del Cáucaso, famosas por su belleza desde la Edad Media, aunque supongo que también acogería gustoso a madame Bovary. Conque fíjense a dónde nos ha llevado un simple batín. El batín es una prenda obvia que se puede complicar tanto como se desee, y no es lo mismo un tipo sin batín que el mismo con él, aunque esté viejo y raído. Mejor si lo está, porque denota que ya lleva décadas usándolo a todas horas. Yo guardo uno así desde joven, esperando tener la suficiente edad para vestirlo dignamente. Sin desentonar, irradiando sabiduría. No veo el momento de ponerme mi batín.
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