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En el año 2000, cuando se cumplía el centenario de la muerte de Nietzsche, publiqué un libro de poemas (Ocells ferits) en el que me hacía partícipe de la actitud nietzscheana en favor de la lucha entusiasta, firme, atlética y positiva por la resistencia dentro del doloroso misterio de la vida. Por esto le dediqué el libro a Nietzsche, alejado siempre de las lamentaciones derrotistas, victimistas y lagrimosas de los nihilistas. Sin duda alguna Nietzsche fue un pensador que supo razonar con gran agudeza mental. En efecto lo hizo, pero, como todos los humanos, también se salió frecuentemente de madre precipitándose en abismos peligrosos.

He releído estos días La genealogía de la moral y no puedo evitar comentar aspectos del libro que considero deleznables. Dentro del tupido boscaje verbal de esta obra, hallamos aciertos certeros, evidentemente. Pero estos aciertos no deben cegarnos hasta tal punto de que no seamos capaces de captar ciertos mensajes peligrosísimos que hay que rechazar. Y tampoco conviene que los pasemos por alto con el propósito de querer domesticar a Nietzsche, presentándolo como correcto en el sentido actual del término.

¿Quiénes eran ‘buenos' para Nietzsche en los tiempos cuando, según él, el hombre no había sido corrompido por las religiones triunfantes de nuestros días? Pues eran «los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior» en oposición a «todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo». Que nadie pretenda justificar a Nietzsche alegando que, con sus palabras, se refiere al hombre superior en el sentido del filosóficamente sabio, artísticamente selecto o ágilmente atlético en sus acciones y reacciones ante los avatares de la vida. No. Se refiere concreta (y no abstractamente) a los nobles primitivos y señores poderosos que desde sus arrebatos bestiales se imponían violentamente impelidos por «instintos inconscientes reguladores» e incluso «por una cierta falta de inteligencia» (son palabras suyas).

Se refiere a los nobles selváticos con «la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces», los que «cual monstruos que retozan», «dejan acaso tras sí una serie de abominables asesinatos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura infantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que contar y que ensalzar». Estos bestias de la «bondad» natural, la de la rapiña, es la de «la raza aria de los conquistadores», la que está en oposición a la del «hombre vulgar en cuanto a hombre de piel oscura y, sobre todo, en cuanto hombre de cabellos negros».

Así habla textualmente Nietzsche, el que se refiere a la raza de hombre primitivo que tuvo su continuidad «en la nobleza política que había en Europa, la de los siglos XVII y XVIII franceses» y «que sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento», o sea, los de la revolución burguesa, la que, sin embargo, fue rectificada con la aparición del gran hombre ejemplar, el ideal antiguo mismo reencarnado «en carne y hueso y con el esplendor inaudito, ante los ojos y la conciencia de la humanidad». ¿Quién fue este «hombre tan singular y más tardíamente nacido que haya existido nunca», «esa síntesis de inhumanidad y superhombre»? Pues fue ni más ni menos que ¡Napoleón! Así opina Nietzsche. Ante tales despropósitos verbales, ¿quién puede negar la influencia doctrinal de Nietzsche sobre la peste racial del siglo XX? Yo, desde luego, no lo hago.