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Cientos de veces, en época de estudiante en Roma, recorrí a pie la distancia que media entre la bajada del bus 64 y la subida al bus 98, la que va entre un lado y otro de la plaza de San Pedro. Había conquistado mi atención el obelisco de la plaza, al que atribuía una posición privilegiada de centro. Hasta que puse mi atención en dos discos, relativamente discretos, de piedra blanca que, con la incisión «centro del colonnato», se hallan a ambos lados del obelisco. Acababa de tomar conciencia de lo que era una elipse, figura geométrica que no tiene un centro, sino dos.

Y sucedió que convertí la elipse en la gran metáfora de mi existencia. Y decidí llamar «persona» a un centro y llamar «prójimo» al otro. ¿No fue la noción de persona, la gran contribución del cristianismo al pensamiento, y no fue la de «prójimo» su mejor contribución a la convivencia? Quería desarrollar mi vida entre los dos discos de la plaza romana, entre ser yo de cada vez más persona y convertirme yo de cada vez más en prójimo. Alguien, por aquello de haber optado por tener estos dos puntos de apoyo, me tildó de dualista; le prometí que dejaría de serlo el día que el hombre dejase de apoyarse sobre sus dos pies. Por favor, ¡nadie me arrebate esta elipse!