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Algeciras, ciudad multicultural y pacífica, es hoy una ciudad consternada. El miércoles, un joven marroquí, con un machete llenó de dolor y asombro a la ciudad andaluza y acabó con la vida de un humilde y querido sacristán. Diego Valencia resultó herido dentro de la Iglesia que a él le gustaba a tener como una patena. Logró abandonar el templo ya herido pero su asesino le persiguió y en medio de la plaza le remató con su machete creyendo que su víctima era el párroco. Juan José Marina, que así se llama el párroco, vive su particular pesadilla: «en vez de morir yo, ha muerto él».

En medio del inmenso dolor hay reacciones gratificantes. La primera de ellas, sin duda, la del propio párroco recordando que no se puede utilizar el nombre de Dios en vano y menos para asesinar a un semejante. La Conferencia Episcopal se ha pronunciado de manera impecable recordando en pocas palabras lo que no deja de ser una síntesis del propio Evangelio y ha sido la propia conferencia islámica de Algeciras la que ha calificado los hechos como de vil atentado.

Yassine Kanjaa ha sido el protagonista de este horror. Se trata de un joven fanatizado que no duda en matar en nombre de Alá, utilizando así el nombre de su dios en vano. No sabemos a ciencia cierta si se trata de un lobo solitario, pero lo que sí es obvio es que en España y fuera de España hay elementos radicalizados para quienes la vida ajena no vale nada y, para justificar sus crímenes, se escudan en la versión más radical del islamismo. Siendo esto así, de ninguna de las maneras se puede caer en el señalamiento de los musulmanes. Que injusto sería caer en la xenofobia, en el odio a quienes practican la religión de Alá. El yihadismo está ahí. Muta como los virus y en cada momento y en cada lugar actúa cómo cree más eficaz. Los que creemos en el Dios del Evangelio tenemos la obligación de luchar contra la discriminación, de la no venganza y comportarnos como ciudadanos dignos y consecuentes con nuestras creencias.