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Sus abuelos vivieron toda la vida de alquiler. Sus padres también. Y ella misma. Me mira, con esa mirada profunda de la confidencia, mientras añade con un deje de tristeza: «a mi hija, le pasará lo mismo». Quisiera encontrar argumentos que la consuelen. Decirle que en otros países como Alemania la mayoría de la población contempla el alquiler como algo habitual. Entonces pienso que la legislación alemana del alquiler de pisos no tiene nada que ver con la nuestra y me callo, porque el ejemplo no me sirve.

Vive con su pareja y su hija en cincuenta metros cuadrados pagando un precio desproporcionado. Ha hecho cálculos, ha hablado con los bancos… y ha soñado con tener un piso propio. Intuyo el desaliento en su voz.

Un amigo me cuenta que muchos de sus conocidos, bien cumplidos los cuarenta años, no ganan lo suficiente para pagar un alquiler. No les queda otra que habitar una habitación en un piso ajeno, compartiendo cocina y lavabo.

Leo que, en Palma, cerca de Son Hugo, crece un terreno donde aparcan las caravanas. Son las casas de muchas personas que no pueden permitirse nada más. Esos campings de viviendas permanentes sobre cuatro ruedas me suenan a series americanas, pero me cuesta imaginarlos en mi ciudad.
Las casas son el lugar donde nos refugiamos del mundo exterior para crear un mundo propio. Son el espacio donde los objetos explican cómo somos y cómo vivimos. Compartimos nuestra casa con quienes amamos (muchos comparten espacios con quienes odian, pero esa es una historia diferente). Una casa puede ser bien poca cosa: las sábanas blancas y la mesa puesta, un espacio de lectura, un horno que guisa despacio, la lámpara que alumbra las noches en vela.

Una casa puede ser ese mueble que heredamos, una alfombra, la estantería con libros, la mesa de trabajo, una nevera medio vacía o medio llena. Una casa es la ducha caliente por las mañanas, la cafetera y el sofá donde nos dormimos a la hora de la siesta.
Una casa es donde transcurre la vida.