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El periodista Pedro Rodríguez, que falleció allá por 1984, solía resumir esa verbena de egoísmos y disimulos que es Europa, como «la vieja puta». Algo de razón tenía porque en aquellos años todavía no nos habían admitido, y la recelosa Francia expandía dudas sobre si España era de verdad una democracia. Putin conoce muy bien Europa porque ha trabajado gran parte de su vida en Alemania, como espía, y sabe de sus rivalidades, sus flaquezas y su costumbre de que venga Estados Unidos a poner soldados y dinero para arreglar los problemas, y que siga la fiesta. Y como le salió bien lo de Crimea, pensaba que merendarse Ucrania sería una excursión campestre, sobre todo tras el giro de EEUU de concentrarse en sus intereses y alejarse de los problemas europeos. No contaba con que sucediera todo lo contrario.

Despachado Trump, el veterano Biden, sospechoso de blando, se dio cuenta, enseguida, que si repetía la actitud sosegada e imperturbable ante lo de Crimea, Putin se envalentonaría. Y hubo dos reacciones inesperadas para Putin: el reforzamiento entre Estados Unidos y la Unión Europea, y la solidificación de los países de Europa, al darse cuenta de que esto no era una escaramuza en los Balcanes, sino un claro preludio de lo que podría ser la III Guerra Mundial. La guinda de este pastel de solidaridad ante el peligro ha sido la visita de Biden a Kiev. Por si las cosas no estaban claras. Por si a Putin todavía le soplan al oído que esto iba de farol. Las visitas de un presidente de Estados Unidos a un país en guerra son rarísimas, porque no entran dentro de la diplomacia, sino de las demostraciones de fuerza. Y se ha producido. Y, por fin, llegó el César. Y que cada uno lo interprete a su manera, pero hay un principio sociológico que sostiene las cosas tienen que ponerse muy mal, para que puedan ir bien. De momento, se han puesto peor para Putin.