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Culturalmente estamos en estos últimos tiempos muy bien alimentados en Madrid. Hace poco estuvo en funcionamiento, con una gran afluencia de público, una exposición, magnífica, de esa excelente pintora que fue Amalia Avia en la que figuraba un óleo ya legendario de aquella tienda de Palma, donde vendían vinilos, denominada El Japón en Los Ángeles. En los teatros del Canal (Madrid) se está celebrando, desde el pasado febrero, un ciclo de debates y obras de teatro para conmemorar los 60 años de actividad teatral, como actor y autor, de Albert Boadella (Barcelona, 1943), el ya legendario cabeza visible de Els Joglars, que tuvo que exiliarse y evaporarse en los primeros años de la Transición. En febrero se estrenó Malos tiempos para la lírica, una obra delirante en la que un maestro lírico (el tenor Antonio Comas) dialoga a trompicones con una alumna (la soprano María Rey-Joly) que ha triunfado en la música moderna globalizada y que comenzó cantando zarzuela. El espectáculo, muy boadellano, con solo tres actores y una escenografía, muy lograda y sencilla, a base de neones, es en realidad un choque de trenes entre el mundo de la belleza tradicional y toda la descomposición que estamos sufriendo ahora presidida por una tecnología completamente deshumanizada, el aborregamiento colectivo y lo políticamente correcto. Boadella siempre se acuerda de Mallorca, vino muy joven a la Isla a dar clases de expresión corporal. En uno de sus viajes en barco se encontró con uno de los policías que lo vigilaban cuando lo detuvieron (1977) tras un consejo de guerra. Algunos de los actores de sus obras, como Assun Planas o Manuel Barceló, son mallorquines. Lamenta que se hayan podido ver en Mallorca casi todas sus obras menos las últimas. Malos tiempos para la lírica gustó mucho, lleno hasta la bandera. A la obra anterior le siguió en marzo Diva una composición dentro del centenario de María Callas.

El otro gran acontecimiento es la exposición de Lucian Freud en el Museo Thyssen que se puede ver hasta el 18 de junio. Si hay unos pintores raretes, y dos grandes pintores, y cada vez que sus vidas avanzaban se iban haciendo más raretes, pues esos fueron Francis Bacon y Lucian Freud. Llenos ambos de manías, de fuerza pictórica y de técnica. Los dos coincidieron en varios momentos de sus vidas y fue en uno de los primeros cuando Freud dejó su forma puntillosa surrealista casi de dibujar para enfrascarse en las pinceladas gruesas y en el amasijo de la paleta traspasado al óleo. De lo lineal a lo pictórico en sentido absoluto: es donde nace su figuración carnal llena de expresionismo que acabó por convertirse en su lenguaje pictórico repetitivo. A lo anterior se une un componente psiquiátrico que al pintor berlinés se supone que le vino de su famoso abuelo Sigmund Freud y de sus padres que no eran de arte menor. Las fotografías de su estudio llenas de jirones y retazos de brochazos, de trapos y hasta de zapatos destartalados muestran un afán inquietante por traspasar a través del arte eso que llamamos una vida cotidiana, aburrida y sin sentido.