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Dicen que la pandemia ha disparado la cifra de divorcios. Seguramente eso de tener que convivir 24/7 con el maromo ha resultado un infierno para muchas y viceversa. No es raro. Porque las parejas se forman en un momento dado de tu existencia y cinco, diez, veinte o treinta años después ya no eres esa persona que fuiste y tu pareja, tampoco. Cada cual evoluciona –o involuciona, que de todo hay– en una dirección. Es un milagro que ambos crezcan al mismo ritmo y vayan de la mano por el mismo camino, con un rumbo al unísono. Ocurre a veces, pero son excepciones. La mayoría sigue unida por inercia, por negocios en común: hipoteca, hijos, familia política, agenda, necesidades económicas, costumbre, cariño, apego, miedo.

El confinamiento dinamitó todo eso y provocó que miles ejecutaran la decisión que, seguramente, ni siquiera sabían que ya habían tomado. Pero hay algo más, algo nuevo. Se divorcian más personas mayores de cincuenta años. Esas que ya han realizado el grueso de sus vidas: los logros laborales, la compra de la casa, la crianza de los hijos, incluso el entierro de los padres. Gente que podríamos decir que «está de vuelta». Claro que les quedan treinta o cuarenta años de vida aún y ¿quién quiere estar condenado a soportar algo que ya no te gusta, ni siquiera te interesa? ¿Cuántas veces vemos en un restaurante parejas que no se dirigen la palabra y aún comparten mesa y tiempo libre? La vida puede ser preciosa. Confortable al menos, cómoda, tranquila. Nunca es demasiado tarde para nada, todo se puede afrontar a cualquier edad. Parece que millones de ciudadanos de todo el mundo que no son felices se han dado cuenta. Pero ¡cuánto cuesta vencer el miedo al vacío!