TW
0

La pornografía nos está sobrepasando. Es imposible levantarse por la mañana y acostarse por la noche sin haber asistido a uno o varios espectáculos pornográficos. No sé si lo habrán podido percibir. Y no me refiero a esos programas televisivos a los que acuden parejas en busca de la tentación, más dicharacheros que Proust intentando recobrar el tiempo perdido, ni tampoco a esas jovencitas que caminan alegremente por las aceras de la ciudad dejando ver sus nalgas bajo unos mini shorts que en realidad son fajas. Esto, la verdad, son minucias. Fruslerías. En fin. Estoy hablando de otra cosa, que podría resumirse en el hecho de poner en el aparador –un lugar metafórico, claro– la intimidad. Es decir, la preservación del sujeto y sus actos del resto de seres humanos. La existencia de una zona espiritual reservada de una persona o de un grupo. No creo que sean necesarias más definiciones, puesto que todo el mundo sabe qué es la intimidad. La suya, por lo menos. O debería saberlo. Seguro que lo primero que acude a nuestras mentes es el uso de las redes sociales para exponer ante el personal cualquier cosa. O un programa de televisión muy aclamado en el que el presentador pregunta con total desparpajo a sus invitados cuánto dinero tienen en su cuenta y cuántas relaciones sexuales han mantenido en el último mes. ¡Y los invitados contestan! ¡Contestan y se ríen! No lo entiendo. La pornografía está llenando cada vez más las mesas de las librerías: basta constatar el número de enfermos mentales y suicidas en potencia que explican sus experiencias. Hasta la muy pornográfica Ana Obregón ha explicado, con una cursilería mortífera, cómo se quiso quitar de en medio. En fin. A veces se me revuelve el estómago. Será que estoy enferma.