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Las dos niñas de doce años que se arrojaron desde un sexto pisó en Oviedo son una tragedia a la que la sociedad no puede acostumbrarse con la misma parsimonia con la que hemos aceptado como inevitables los asesinatos machistas. Algo muy grave está ocurriendo para que la presidenta de la Asociación contra el Acoso Escolar advierta del incremento vertiginoso de peticiones de ayuda por intentos de suicidio que reciben cada día. La generación de sus padres y abuelos callaron las agresiones pederastas que sufrieron en determinados centros religiosos, y no se puede consentir que el acoso escolar se convierta en el día a día de los colegios de hoy. Y puede que el acoso y las burlas de los compañeros no sean la única causa de que dos niñas se quiten la vida, pero ahí está precisamente el problema social que hay que afrontar y no mirar para otro lado, como hicieron las generaciones que consintieron o al menos callaron la pederastia.

La niñez es una etapa mágica y fundamental en el devenir de un ser humano y su protección debe estar asegurada no solo por sus familias si no por todos, incluidas las instituciones y el Estado. Un insigne psicólogo decía en una entrevista que «quien se suicida quiere dejar de sufrir, no dejar de vivir». La frase, demoledora, obliga a preguntarse qué sufrimiento insoportable lleva a dos niñas a arrojarse desde un sexto piso, tras salir de su casa para ir al colegio. Ahora que, en plena campaña electoral, los políticos ofrecen el oro y el moro para lograr los votos que les llevarán al ansiado poder, es el momento de reclamar mayor inversión en la atención sicológica en la sanidad pública. Pero el desgarro mental de un niño no admite retrasos porque el riesgo de que acabe en tragedia está ahí, ante nuestras narices. En un país donde en las familias hay más animales de compañía que niños, y donde los bebés se han convertido en un bien escaso, es perentorio protegerles y, sobre todo, no nos podemos permitir que sean tan desgraciados como para quitarse la vida.