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España es el único país de la UE donde en algunos de sus territorios está penalizado el uso de la lengua del Estado. Ni en Bélgica, con los flamencos; ni en Reino Unido, con los escoceses, ni en Francia, con los corsos, existen este tipo de problemas que avecindan con la demencia y la proscripción del sentido común. Naturalmente, para que esto suceda es necesaria la complicidad de las autoridades, residan en el Gobierno central o en las autonomías. El entusiasmo colaborador del Gobierno central con los secesionistas catalanes es notorio, y no digamos el de sus autoridades autonómicas, que incumplen las sentencias del TS y suspenden los Derechos del Niño, reconocidos en la Convención de ONU del año 1989.

Ahora, se han unido los valencianos, aunque el actual gobierno autonómico tiene los días contados. La locura valenciana es un círculo perfecto: se subvenciona, con el dinero de todos los contribuyentes, diversas entidades (que se denominan no gubernamentales, pero que se alimentan de la vaca presuouestaria de la comunidad valenciana) para que promuevan el valenciano y gimen por una persecución que no existe desde hace casi medio siglo. A continuación, estas entidades forman una especie de sindicato, que se dedica a denunciar a policías y guardias civiles, cuando les exigen a los ciudadanos a los que detienen –por ser sospechosos de alguna falta o por prevenirla, en bien de la defensa de todos– que les hablen en el idioma del Estado que los españoles tenemos el derecho usar y a exigir que se use. Algunos de estos policías y guardias civiles, que se están jugando la vida a diario en unas inundaciones o en la persecución a delincuentes, no saben catalán o valenciano, y piden algo elemental. Bueno, pues denuncian a los agentes que protegen a los habitantes de esa Comunidad, en un ejercicio canalla y miserable, que produce tanto asco como repugnancia.