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Hay un perfil de alumno de taller de escritura nada infrecuente: aquel que no siente curiosidad literaria, que apenas lee y, sin embargo, quiere escribir un libro. Su intención no es publicarlo, ganar un premio, darse a conocer; lo que le mueve a escribir ese libro es el miedo: a no perdurar, a que las cosas que ha vivido y sentido se pierdan. Quiere dejar testimonio de su paso por el mundo. Para los que vendrán después. Y quiere hacerlo de manera que su lectura resulte amena para su descendencia. Por eso se apunta al taller, para aprender los trucos del oficio. Lo primero que me dicen, cuando les pregunto por su proyecto, es que no saben cómo arrancar. ¿Por el día de mi nacimiento? ¿Por los primeros recuerdos que guardo de mis padres? Se sienten abrumados. La necesidad de totalidad –como si todo en una vida fuese importante, digno de ser contado– les paraliza. Se esfuerzan por visualizar su vida como una secuencia continua de imágenes ordenadas cronológicamente. ¡Gran error! Para empezar, les propongo que me cuenten algo de su infancia, algo concreto, lo primero que se les venga a la mente. De un fragmento saltan a otro. Se relajan. Empiezan a comprender cuál es el truco, aunque aún no sean conscientes de cuál es el truco. Antes de irse a sus casas, les pongo una tarea: leer los relatos La memoria infantil, de Eduardo Halfon, y La analfabeta, de Agota Kristof. Una semana después, les pregunto por esas lecturas. No obran milagros, claro, pero allanan el terreno.