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Puede que sea a causa de la influencia que ha ejercido en mí el clásico de Victor Hugo (o puede que no), pero el adjetivo ‘miserable’ me va perfectamente para describir cómo es el desdichado o infeliz del nuevo milenio. Y no sé si decir que tengo el inmenso placer o la infinita desgracia de pertenecer a esta nueva clase (los miserables siglo XXI), principalmente por ser una analfabeta tecnológica. Es un placer en tanto que me considero una carcamal analógica sin derecho a la vida, prácticamente; pero es una desgracia porque no sé hacer nada. Soy totalmente incapaz de llevar a cabo la más sencilla gestión, para la cual hoy es del todo imprescindible dominar los códigos, los escáneres, los teclados, las pantallas, los correos electrónicos, whatsapps y demás parafernalia. No los soporto. Siento hacia todo esto una finísima aversión que no me permite vivir con ligereza ni soltura. Estos días he vuelto a constatar, a causa de unos repelentes trámites, que soy un auténtico desecho humano, un ser completamente desfasado y –lo que es peor– sin ningún interés en dejar de serlo. En realidad me gustaría ser mi tía de noventa años, que vive en otro mundo, ajena a cualquier tipo de burocracia informática y con la mirada algo perdida en el siglo que se fue. Nací demasiado tarde. Y esto es algo que me acompañará durante el tiempo que dure mi –debo reconocerlo– miserable existencia. Soy una inútil de mucho cuidado. Y, repito, sin ganas de dejar de serlo. Porque cuando veo el desparpajo de los demás (los no miserables) al desenvolverse en el mundo digital no siento la menor envidia. Es algo que me trae al fresco. A veces noto que me miran mal. Que doy pena. Pero, la verdad, ser una miserable francesa del XIX tampoco está tan mal.