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En España nos hemos reído mucho de esos demócratas de toda la vida que tan bien conocemos. Desde hace unos años –los que lleva en la oposición– el Partido Popular ha hecho suya la demanda de dejar gobernar a la lista más votada. Es, en cierto modo, lógico, puesto que representa a la mayoría, aunque no sea absoluta. Pero, si lo miras desde la otra perspectiva verás que hay otra porción del voto que, a base de pactos, también representa a la mayoría. Ese es el juego democrático. A mí no me gusta, pero para eso están los colores. Cada cual que elija el que prefiera. El caso es que después de proclamar a los cuatro vientos y a voz en grito eso de que debería gobernar el partido con más votos, allí donde es el PSOE –o cualquier otra formación política– el que obtiene la mayor parte de los votos, pero no consigue auparse al gobierno –autonómico o municipal– por falta de otros apoyos, el PP corre a desdecirse. O sea, que la convicción ideológica de estos demócratas solo se aplica cuando les favorece a ellos. Lo estamos viendo todos los días tras las elecciones del 28 de mayo. Ahí donde ellos pueden rapiñar una parcela de poder, aunque sea pactando con el diablo, lo harán. Cualquier cosa antes que dejar la poltrona al adversario. Imagino que esta misma actitud es aplicable a todos y cada uno de los partidos que se han presentado ante las urnas. Nada que objetar. El problema es la mentira, la contradicción constante, la falta de valores firmes. No defiendas cosas que después no vas a cumplir. Es tan fácil callarse. Mejor pastelear, como hacen otros, y al final pactar con quien se preste, a hacer el ridículo de decir una cosa y acabar llevando a cabo la contraria. No es serio. Aunque ya sabemos que a los devotos les importa poco.