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Esta semana, un señor ha terminado el Camino de Santiago y, orgulloso de su proeza física y espiritual, se hizo una foto en la plaza del Obradoiro junto a una pintada en el suelo, hecha con tiza, que marcaba los más de 3.000 kilómetros que ha hecho el tipo caminando. La hazaña, según él, debía quedar inmortalizada en un enclave histórico. Ya sabemos cómo van estas cosas: empieza el paisano a dejar su impronta y en dos años son miles copiando la idea. A pintar todos el suelo del Obradoiro. Nos sacamos nuevos ritos de la manga sin pensar en que su efecto multiplicador tiene consecuencias.
Alguien debió pensar que era una buena idea grabar su nombre en las paredes del castillo de Bellver y, desde entonces, hay imbéciles que tienen que dejar la huella de su tontuna. El alelado que se fue al Cap de ses Salines a hacer montoncitos de piedras, la lela que considera que tiene que pintar su nombre en las paredes del Casc Antic, la ingenua que empezó a untarse de barro de una playa de Formentera, la criaturita que fue a tocar los tambores durante la puesta de sol de Eivissa...

La idiotez se viraliza y parece que algunos turistas pierden el norte cuando bajan al sur. En 2006, Federico Moccia publicó la novela Tengo ganas de ti, donde el protagonista colgaba un candado en un puente simbolizando el amor eterno. Que a todo esto, Moccia se inspiró en una poeta serbia de mediados del siglo XX. Desde el boom literario del italiano, este rito extraño se ha convertido en un peligro para el patrimonio arquitectónico de todo el mundo. Está por ver si alguien pone de moda que el turista en cuestión se meta las manos en los bolsillos cuando esté de visita en cualquier destino.