Esta semana, un señor ha terminado el Camino de Santiago y, orgulloso de su proeza física y espiritual, se hizo una foto en la plaza del Obradoiro junto a una pintada en el suelo, hecha con tiza, que marcaba los más de 3.000 kilómetros que ha hecho el tipo caminando. La hazaña, según él, debía quedar inmortalizada en un enclave histórico. Ya sabemos cómo van estas cosas: empieza el paisano a dejar su impronta y en dos años son miles copiando la idea. A pintar todos el suelo del Obradoiro. Nos sacamos nuevos ritos de la manga sin pensar en que su efecto multiplicador tiene consecuencias.
Alguien debió pensar que era una buena idea grabar su nombre en las paredes del castillo de Bellver y, desde entonces, hay imbéciles que tienen que dejar la huella de su tontuna. El alelado que se fue al Cap de ses Salines a hacer montoncitos de piedras, la lela que considera que tiene que pintar su nombre en las paredes del Casc Antic, la ingenua que empezó a untarse de barro de una playa de Formentera, la criaturita que fue a tocar los tambores durante la puesta de sol de Eivissa...
Candado
Palma20/06/23 0:29
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¡O tempora! ¡O mores! Hay días en los que estas cosas me hacen gracia, y otros en los que se me cae el alma a los pies.