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Creo yo que uno de los grandes males de este milenio es el    hecho de que todo el mundo quiere tenerlo todo, y ya mismo, a poder ser. Esto se explica a través de diferentes conceptos que se resumen en uno: el poder del sistema, en el que todos vamos a la deriva y que, con pasmosa facilidad, se encarga de convencernos de que la vida es nuestra y de que la dominamos con total libertad. Mentira cochina, diría un niño de parvulario de hace cincuenta años. ¿Pero cómo vas a contradecir a alguien que no se siente en absoluto una marioneta, sino el que maneja los hilos? Ayer, sin ir más lejos, iba yo escuchando Radio Clásica en el coche, tan a gusto, cuando me sobresalté al oír a los presentadores del programa. No me podía creer lo que estaba oyendo. Yo siempre había pensado que una de las pocas cosas que permanecerían inalterables con el paso del tiempo sería la música clásica, por mucho que se hayan inventado instrumentos y aparatos eléctricos. Pero resulta que, según dijeron, la música clásica también está siendo manoseada (y mucho, por lo visto). ¿Otro regalo envenenado de la tecnología, tal vez? Los pianistas ya tienen a su disposición un dedo robótico, una especie de pulgar que, sin embargo, se acopla junto al meñique, y que permite al músico tocar no sólo octavas, sino décimas. ¿Qué les parece? ¡Once dedos! (doce, si te pones uno en cada mano). Se acabaron esas pesadillas con las imposibles piezas de Liszt o Chopin para las que una mano estándar está incapacitada. Dicen que pronto se tendrán siete dedos en cada mano. Lo peor es que la música no los necesita para nada. Pero bueno, ya sabemos eso de crear necesidades. Por ejemplo, un pito biónico, capaz de explorar lugares insospechados. ¿Quién lo necesita? Pero hay que ver el gusto que dará.