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Una de las teorías distópicas que más me gustan es la que advierte de que una gran tormenta solar podría acabar con nuestra civilización en cuestión de horas. No es un disparate imaginario, sino una posibilidad muy real que la humanidad ya ha experimentado antes, aunque en circunstancias muy distintas. Ocurrió en 1859 y fue bautizado como el muy cinematográfico nombre de ‘evento Carrington'. En aquel tiempo el mundo desarrollado era bien diferente al de hoy y, por eso mismo, aquella loca explosión de rayos cósmicos no tuvo la incidencia que tendría hoy. Aun así, los destrozos fueron notorios. Los sistemas de telégrafos de toda América delNorte y de Europa se desplomaron y las auroras boreales se vieron hasta enMadrid. Eso nos da una ligera idea de hasta dónde podría alcanzar el daño que las llamaradas solares causarían hoy sobre nuestra vida sustentada en sistemas electrónicos para todo. Comunicaciones, transportes, hospitales, los sistemas eléctricos y electrónicos se verían afectados o anulados. La idea da para una gigantesca producción hollywoodiense de género catastrófico, pero también para empezar a pensar en nuestra absoluta dependencia de la tecnología casi hasta para respirar. Nadie es capaz de concretar hasta dónde llegaría la hecatombe si el suceso de 1859 se repitiera ahora, pero los científicos están observando estos días una altísima actividad en la superficie solar. Lo único divertido (entre comillas) de esta hipótesis aterradora es que, en caso de producirse, las gentes y países menos afectados serían los que llamamos «tercermundistas», porque dependen mucho menos de lo tecnológico. Tendría cierta romántica aura de justicia kármica que el mundo desarrollado cayera en desgracia y tuviéramos que pedirles ayuda a ellos.