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He leído artículos y he escuchado tertulias y nadie hace la reflexión que a mí se me pasa por la cabeza. Juan Carlos I, Suárez, González, Pujol, Aznar e incluso tal vez Tarradellas eran unos bribones, pero en los tiempos difíciles de la Transición y posteriores dieron estabilidad y sentido a la Constitución de 1978. Unos escondían dinero y cobraban comisiones, otros se procuraban suculentas puertas giratorias o iban a lo suyo. Sin embargo, tenían habilidad para hallar el equilibrio y evitar la zozobra del Estado. Incluso Aznar llegó a hablar catalán en la intimidad. Esa manera de hacer política acabó en 2014 cuando abdicó el rey y saltó el escándalo de los Pujol. Hasta entonces, las tensiones habían sido las de siempre, muy fuertes, pero aquel 2014 desapareció algo que las relativizaba, algo que lubricaba los engranajes del Estado, algo que incluso hizo posible el buenismo de ZP. Rajoy, como jefe de Gobierno, y Felipe VI, el árbitro y moderador del funcionamiento de las instituciones, se enfrentaron al desafío catalán. Rajoy se vio superado por las circunstancias y el nuevo rey arriesgó su papel cuando entró al trapo con el mensaje del 3 de octubre de 2017. Cómo me cuesta decirlo, pero creo que aquellos viejos bribones le habrían aconsejado no pronunciar un discurso que le correspondía a Rajoy y evitarse así heridas con media Catalunya. O tal vez que fuera al Parlament y expresara su fe en la democracia, como hizo su padre en 1981 en la Casa de Juntas de Gernika, con muertos de por medio. Lo cierto es que algo no funciona en España cuando el Gobierno está en manos de Puigdemont, la presa a abatir en 2017.