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Hay una retahila de tweets llegados del otro lado del mundo que pone la piel de gallina. Un grupo de jóvenes argentinos cuentan cómo cada día se enfrentan desde sus puestos de trabajo a la inflación y cómo la afrontan las personas mayores, desubicadas en una economía esquizofrénica. Una cajera contaba como se encontró con una anciana en la caja del supermercado y por cuatro alimentos tenía que pagar 3.000 dólares. «¿Tengo para unos alfajores?», preguntaba la mujer con un puñado de monedas en la mano. Otros cuentan como los jubilados argentinos, que cobran en pesos, desisten de comprar medicamentos o los cambian por otros más económicos aunque no sean los recetados por su médico. La percepción del dinero se desdibuja para las personas mayores, que viven en una economía volátil y, cuando intentan pagar una compra de 4.500 dólares, acercan su monedero, con apenas ochocientos dólares.

Con unos precios desbocados –desde el año pasado hasta julio se han disparado un 113 por ciento–, los comerciantes ya no se atreven a poner los precios en las baldas. En los menús de bares, cafeterías y restaurantes no se incluyen las tarifas: desde que ha pedido la comanda hasta que toca pagar, los precios han subido. Estos testimonios son briznas de microeconomía, la que toca el bolsillo, la que llena la nevera. Un reflejo de esa macroeconomía argentina que lleva décadas dando sobresaltos. En todo este contexto desquiciante sobresale Javier Milei, el candidato de ultraderecha al que muchos votaron hartos de todo. Al este lado del mar, y lejos de las disparatadas cifras argentinas, la botella de aceite ya se encaramó hasta los diez euros.