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Algo horrorizó a Josep Pla durante uno de sus viajes a Mallorca. A mediados del siglo pasado contempló a varios pescadores con capturas frescas a pie de mar, en sa Calobra. Tras asarlas a la brasa, desparramaron sobre ellas el jugo de unos limones, lo que escandalizó al escritor. Le comenté este episodio a mi padre, que era un buen gourmet. «Pla tiene razón –me dijo–. Nada puede mejorar un anfòs o un caproig a la brasa recién extraídos del mar, pero aquí siempre les hemos puesto limón». Esa crítica de Pla hacia nuestras raras costumbres da risa, ahora. Y es que en Palma capital apenas hay restaurantes de cocina mallorquina, y en cambio cientos de locales italianos, chinos o japoneses. Esto nos lo detallaba Gemma Marchena en un interesante reportaje que publicó Ultima Hora el pasado domingo.

¿Por qué es difícil comer unas albergínies farcides enPalma pero hay sashimis a cada esquina? Es paradójico, pero la respuesta nos la da el propio Pla hablando de el meu país, l'Empordà: «Los hoteleros me comentan que hay demasiada gente por todos lados y en esta situación social no hay cocineros, ni servicio, ni nada que pueda permitir elaborar una cocina real. Es decir, que cuantos más clientes hay y más dinero se gana, peor se come». Eso ocurre también en la cosmopolita Palma. Hay bares y locales con platos mallorquines pero, que yo sepa, sólo los históricos restaurantes Celler sa Premsa, Celler Pagès y Can Nofre, siempre con la sonrisa de bienvenida de na Catalina, se mantienen fieles a la cocina tradicional y de temporada. Son tres reductos de autenticidad con limones para exprimir sobre el pescado, por supuesto.