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Hubo una época en el que el campeón de los pesos pesados era negro y el de maratón era blanco. Aquello era lo normal y a nadie le resultaba extraño. Es verdad que la norma tuvo sus excepciones. Que estas casi coincidieran en el tiempo no era entendido más que como una casualidad y por encima de eso como una anécdota reafirmadora de aquella. También los españoles ganábamos de vez en cuando algo por entonces: ahí teníamos a Mariano Haro y a punto he estado de decir que también a Urtain. Solo un año antes de que Abebe Bikila ganara descalzo la maratón de los Juegos Olímpicos de Roma, el sueco Ingemar Johansson le había arrebatado el título mundial de los grandes pesos a Floyd Patterson después de derribarlo siete veces en el tercer asalto. Un hombre de raza negra podía encontrar encima de un ring una escapatoria para la miseria que el atletismo, regido entonces por aquellas ridículas reglas del olimpismo que de continuar hoy vigentes habrían llevado seguramente a alguno de los Bekele, Cherono, Kipchoge o Kiptum a entretenerse en otras cosas, no habría podido ofrecerle jamás. Lo resumió perfectamente Larry Holmes -y eso que cuando él fue campeón Rosa Parks iba ya camino de los setenta- utilizando las palabras con la misma contundencia que uno de aquellos guantazos suyos de los años en que todavía estaba invicto: «Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro una vez, cuando era pobre.»