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La investidura de Sánchez llega tras semanas de griterío, algaradas y pataletas. Cada vez que la izquierda toca poder en Madrid, el PP y todo el bloque reaccionario arman una jarana de proporciones bíblicas. Pero se les ve el percal. No es la amnistía a los participantes en la revolución catalana lo que les saca de quicio, sino el verse privados del control de sus adorados ministerios, de los que se creen propietarios por derecho divino como en tiempos de Felipe II. Desde el chasco electoral del 23 de julio, hemos asistido a una desaforada exhibición de poderío panmadrileñista, que ha demostrado su capacidad de propagación de Gata a Finisterre e islas adyacentes. Hemos mamado con resignación ideología uniformista y cuartelera, enfrentada con rabia a la diversa, plurilingüe, culta y rica realidad española, sobre todo la periférica. El panmadrileñismo ha señalado culpables y ha exhibido todo su enfado en la calle Ferraz, donde tiene su sede un PSOE considerado traidor. El primer toque de corneta lo dio Aznar, llamando a toda la carcundia al banderín de enganche. Luego, Esperanza Aguirre se presentó en Ferraz con una buena tropa a sus espaldas. Pero al ver los populares que aquello se les iba de las manos con tanto Cara al Sol, brazos en alto y kale borroka franquista, se desmarcaron de la primera línea de combate y se centraron en manifestaciones pacíficas, donde los ataques verbales a Sánchez han sido dignos de un aquelarre. La excusa es Puigdemont. La verdad es cabreo por tener que pasarse cuatro años más pelando patatas en la oposición. El panmadrileñismo se basa en mantener a la periferia bien sujeta. Lo de la polémica demagógica sobre la lengua es otro cuento. El dinero es lo que vale y está en la periferia. De Cataluña y Euskadi, ya no van a rascar ni una perra gorda. Pero les quedan otros sitios. Y en Balears, por ejemplo, tienen la sartén por el mango.