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Sesenta años después del magnicidio de Dallas, John F. Kennedy sigue siendo el presidente más icónico que ha tenido Estados Unidos. A años luz del resto. Y también, con mucha diferencia, el más mujeriego de todos. Un auténtico Casanova que no perdonaba fémina que se cruzara en su camino, desde becarias, modelos, actrices, espías rusas o señoras relacionadas con la mafia. Su boda con la estilosa Jacqueline fue, en la época, un cuento de hadas. El sueño americano del romanticismo. Y una de las mayores farsas que se recuerdan. Por parte de él, por supuesto. El político lo hacía todo a lo grande y le pidió en matrimonio con un anillo de Van Cleef&Arpels, con un diamante de 2.88 quilates y una esmeralda de 2.84. Que a tenor de las infidelidades posteriores concluimos que podría haber elegido otro más baratito. La boda, en 1953, ocupó todas las portadas del mundo civilizado. Y del otro, también. Fue el acontecimiento del siglo, la pareja perfecta que se dirigía imparable a la Casa Blanca. Glamour y estilo a partes iguales. Aderezados con una rústica cornamenta. De hecho, JFK siguió a lo suyo, que eran las mujeres, y un año antes de su asesinato se encaprichó de la novia de América, Marilyn Monroe, que en esos momentos estaba recién divorciada del dramaturgo y guionista Arthur Miller. Cuentan que la química entre ambos era tal que cuando ella le cantó sensualmente -y públicamente- «Happy birthday, Mr. President», Jackie enloqueció de celos. Pese a todo, un año después, acudieron a Dallas en una limosina Lincoln Continental descapotable como el matrimonio perfecto. El sueño americano.