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Y con semejante titular no nos referimos al exjuez Manuel Penalva o al exfiscal Miguel Ángel Subirán, que han comprado todos los números para acabar entre rejas, sino a Gaspar Melchor de Jovellanos. El ilustre gijonés fue escritor, jurista y político ilustrado, y en 1801 su enemistad con el todopoderoso secretario de Estado Manuel Godoy lo catapultó, en forma de destierro, a Mallorca. Primero fue encerrado en La Cartoixa de Valldemossa, que después ocuparía otro genio: Chopin. Pero el virtuoso pianista y su amante, George Sand, estaban de vacaciones y Jovellanos enclaustrado, así que no es lo mismo. Un año después, el exministro español fue confinado en el Castell de Bellver, donde al principio las pasó canutas. Aquella joya del gótico civil, con una espléndida planta circular, adolecía de un pequeño problema: hacía un frío de mil demonios. Y en aquella época, sin cambio climático ni forros polares de Decathlon, Jovellanos se acordó en más de una ocasión de la santa madre de Godoy. Lo tuvieron preso en una habitación y luego en la torre del homenaje, tan poco aireada como un pub ochentero de Gomila. Y como al principio le prohibieron escribir, se las apañó para anotar versos en el estucado de la pared, algo que hoy le valdría una severa multa del Ajuntament, por grafitero. En 1808, cuando Napoleón asolaba Europa y señoras, obtuvo al fin la libertad. Y pese a todo, no se llevó un mal recuerdo de Palma. Incluso volvió. Ahora, su espíritu asomado a la torre del castillo, solo vería en verano cruceros y más cruceros en la bahía. Y que en enero estamos a 24 grados.