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Como atea, no comprendo la controversia alrededor del cartel de la Semana Santa sevillana de este año. Amante del arte, he visitado y visito iglesias de forma asidua para disfrutar de las obras que atesoran, muchas de ellas retratos de Jesús en la cruz, en brazos de su madre ya muerto o resucitado, con un halo de luz que indica su transformación en divinidad. Todos sabemos –o deberíamos– que el arte evoluciona desde las lejanísimas cavernas del Paleolítico hasta hoy y la representación de Cristo no es una excepción. A menudo se le ha retratado como un hombre adulto –en la época de su muerte–, delgado, de ojos y cabello largo castaños, como suponemos que eran la mayoría de los hombres judíos de aquel tiempo.

En sus representaciones de la crucifixión aparece siempre casi desnudo. Y todos estos elementos son precisamente los que ha conjugado Salustiano García a la hora de diseñar el cartel. Sobre un soberbio fondo rojo pasión, con letras de oro que combinan con las potencias que surgen de su cabeza, la imagen nos muestra un Jesús joven, bello y muy pulcro: es el Cristo ya resucitado, cuyo cuerpo limpiaron las mujeres tras el descendimiento. Y esta es una de las quejas que más se han escuchado: no representa la Semana Santa sevillana porque elude ese nefasto culto al sufrimiento tan habitual en nuestro país, no hay sangre, dolor ni signos de tortura, más allá de unas heridas casi curadas. Yo celebro esta visión mucho más humana, amable, de un hombre que era también un dios. Luego están las otras críticas, las que nadie se atreve a hacer en voz alta, las que califican la obra de «blasfema, insultante y sacrílega», incluso de «abominación». Ahí lo único que yo percibo es una soterrada homofobia vergonzosa.