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Hace unos días, en una de mis escasas idas a Ciutat, un desconocido me paró por la calle, me saludó y se presentó. Me recordó que hace unos cincuenta años fuimos vecinos y hacíamos algunas salidas juntos. Le recordé. Pero al casarme dejamos de vernos y ahora me era difícil reconocerle. Le dije que no entendía cómo, después de medio siglo, me pudo reconocer, y me explicó que seguía mis artículos en Última Hora. No recordaba nada de su posición ideológica, pero recordé que era hijo de militar y que por aquel tiempo, siendo su padre militar, presumí que de no haber tenido una evolución tan drástica como la mía debía estar muy cercano a la derecha imperial. Por lo cual le añadí que creía que no debía estar muy de acuerdo con el significado de mis escritos y que intuía que, además de enterarse que eran míos por el nombre, debía repudiarlos. Con una sinceridad que me estremeció, me contestó que no sólo no estaba de acuerdo con nada de lo que escribía, sino que, además, mis afirmaciones alguna vez le provocaban pavor. Quedé atónito y le aconsejé que dejase de leerlos, porque en este mundo hay demasiados males inevitables para añadir innecesariamente uno más.
No sabía cómo salirme de la situación y esperé que él tomase la iniciativa. Me dijo que había sido profesor de música en una escuela, de la cual no recuerdo el nombre, y que me había parado para decirme que a pesar de nuestra lejana distancia ideológica me agradecía los artículos porque disfrutaba leyéndolos. Este disfrute me conmocionó y pensé si en realidad necesitaba algo de mí, porque disfrutar leyéndolos para luego sentir pavor me parecía algo difícil de conjugar. Con una sinceridad aplastante me confesó que intuía que me costaría mucho entenderlo, pero que así era, y añadió que a pesar de su distancia ideológica con mis escritos, éstos le ayudaban a sobrellevar y, sobre todo, a entender un mundo que se le había vuelto terriblemente paradójico. No pude contenerme y le pregunté, algo irritado, si estaba burlándose de mí o si quería castigarme. Humildemente, me dijo que él no sabía qué era lo que le ocurría, pero que a pesar de que no estaba de acuerdo con el fondo de mis artículos, la forma le compensaba. Esta afirmación fue para mi lo más increíble de todo y decidí cortar el encuentro.

En mi despedida lo único que le contesté fue que nunca en mis más de tres cuartas partes de siglo vivido hubiese imaginado que alguien se pudiese auxiliar con mi estilo literario, al cual ni sé dónde lo aprendí y que además soy un lector muy anárquico y poco perseverante. Cada vez me sentía más incapaz de mantener una situación que se me hacía insoportable y le dije que era mejor que lo dejásemos para otro día, agradeciéndole su elogio que nunca hubiese creído merecer y menos recibir; pero que de alguna manera estaba dispuesto a aceptarlo como cortesía.
Me despedí y seguí mi camino. Me recriminé mi incapacidad para satisfacer sus confesiones y enseguida vi que no podría parar hasta que hubiese discernido ese jeroglífico que me acababa de sobrevenir. Mi conclusión primera fue que él, aunque no le gustasen para nada mis aseveraciones, sentía en mis escritos algo que para él debía ser vital, pero que era incapaz de vislumbrar. Mientras iba elucubrando, oí que detrás de mí me estaba llamando y que al llegar a mi altura me soltó de golpe y con una sinceridad inaudita, «ya sé qué me ocurre». «A pesar de que ideológicamente debería rechazarlos, me aferro a ellos para sentir como mía tu postura intelectual».
Esto me confirmó la gran dificultad de la mente humana para anular las actitudes mentales enquistadas.