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En el verano de 1912, Cabrera era un páramo. Hacía un siglo que los soldados napoleónicos habían agonizado en la Isla y habían recurrido al canibalismo entre ellos, en una suerte de versión decimonónica de la película La sociedad de la nieve. En ese mes de agosto, una guarnición militar española controlaba el enclave y al mando se encontraba un capitán mallorquín llamado Antonio Garau. El tedio debía ser insoportable y el mando, junto a un ayudante llamado Gaida, salía a faenar algunas mañanas. Que entre tanto aburrimiento y un sol de justicia, al menos el pescado era fresco. Y gratis. La pareja se dirigía en barca a Cala Gandulf, en el norte de la Isla, entre es Revellar y ses Pedreres. De repente, una tempestad veraniega sacudió su pequeña embarcación, que acabó volcando. El capitán se agarró al casco, mientras que su acompañante empezaba a nadar en dirección al puerto, que no le quedaba muy lejos, para pedir ayuda. Al echar la vista atrás, Gaida reparó en que el capitán se soltaba de la quilla y comenzaba a gritar, sacudiendo nerviosamente el agua con las manos. Acto seguido, vio una figura gris que emergía y se llevaba a las profundidades al infortunado Garau. Cuando el marinero pudo pedir ayuda, varias embarcaciones peinaron la zona, pero nunca más se supo del jefe de la guarnición. Fue, oficialmente, el primer fallecido por un ataque de tiburón en el archipiélago. Aunque los mallorquines siempre hemos sido muy mal pensados, y algunos dudaron de aquella versión del leal Gaida. Y hacían al militar en la Península, empezando una nueva vida. Más ajetreada que en Cabrera.