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Los agricultores que han sacado los tractores a las calles dicen que trabajan dieciséis horas al día, soportan continuas subidas de precio de los materiales que necesitan para sacar adelante su producción y pasan la vida mirando al cielo, por si acecha la sequía, el granizo, la helada o las lluvias torrenciales, por no hablar de plagas y epidemias. La cruda realidad es que en estas últimas décadas el mundo desarrollado se ha acostumbrado a darse la gran vida sin tener, como se suele decir, los pies en la tierra. Si un pagès cultivara sus parcelas sin subvenciones, con equipos de trabajadores bien pagados que le evitaran esas jornadas maratonianas, con seguros por si las cosas vienen mal dadas y con cierta calidad de vida... un tomate nos costaría cincuenta euros en el supermercado. Los gobiernos desean evitar eso y aprietan al sector hasta que lo tienen casi asfixiado, al mismo tiempo que lo consuelan a base de subvenciones. Algo parecido ocurrió en el sector textil, donde antaño cualquier prenda de vestir se pagaba a su precio justo y la modista podía vivir con decencia. Hoy toda la producción se ha enviado a países tercermundistas donde la explotación laboral está a la orden del día, los tejidos son sintéticos -nos vestimos de plástico y petróleo, de hecho-, los diseños se roban y el sistema nos impone un ritmo frenético de comprar y desechar para que no seamos conscientes de la barbaridad que cometemos cada vez que compramos una camiseta nueva. Es un mundo completamente trastornado, pero feliz a su manera. La inconsciencia, la ciega huida hacia adelante, tendrá, claro, consecuencias. Lo triste es que la mayoría prefiere mirar hacia otro lado y seguir participando de la fiesta del consumismo sin fin a precios de ganga.