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Los carteros quizás no tengan hoy ese halo romántico que sí tuvieron en otro tiempo, cuando fantaseábamos con que en su carrito podían llevar cartas de amor perfumadas, escritos de familiares que se encontraban en el otro extremo del mundo o postales de amigos afortunados que estaban de vacaciones en Roma, en Praga o en París. Ese tipo de mensajes nos suelen llegar ahora sobre todo a través de las aplicaciones de nuestros teléfonos móviles, con la gran ventaja de su inmediatez. Otra virtud de esos dispositivos es que permiten el envío de fotografías y de vídeos, si bien antes de abrir esas imágenes conviene asegurarse previamente de que, en principio, son aptas para todos los públicos, o como mínimo para los mayores de dieciocho años. Ustedes ya me entienden. A esa posible objeción si no se toman las debidas precauciones, habría que añadir que no todo son siempre ventajas con las nuevas tecnologías, pues de momento no permiten aún el envío de cartas de amor perfumadas. Al menos que yo sepa. Así pues, la labor de los carteros sigue siendo todavía hoy indispensable, pero no solo para repartir ese tipo de escritos, sino también para entregar sobres certificados del banco o notificaciones de la Agencia Tributaria. Además, diga lo que diga la leyenda sobre posibles extravíos, la verdad es que son poquísimas las cartas que se pierden o que no llegan a su destinatario, entre otras razones porque, como nos enseñó muy bien James M. Cain en su novela quizás más popular, el cartero siempre llama dos veces. O incluso tres o cuatro, si la misiva lo merece.