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Una de las máximas de la eficiencia dice que no hay que tocar aquello que funciona bien, y uno de los principios sacrosantos de Vox es adelgazar la administración pública. Pues ahí tenemos a este partido ultra y al PP nostro acordando que toda la paperassa y normativa del Parlament se traduzca al castellano. Desde hace más de 30 años esta documentación oficial se transmite sin problemas conocidos en catalán. Incluso José Ramón Bauzá pasó de librar esa batalla, y en su tiempo no estaban tan perfeccionados los traductores automáticos ni existía la Inteligencia Artificial. ¿A qué viene, entonces, resolver lo resuelto y crear más burocracia y gasto? A la ideología. Detalles como este indican que los políticos sitúan la ideología por encima de las necesidades reales, incluso en contra del sentido común. Porque este acto de la Mesa del Parlament me retrotrae a Carlos I, quien divulgó que él en persona hablaba con el verdadero Dios cristiano en castellano y, por tanto, impuso esta lengua en todas sus cancillerías. Hacia 1530 alcanzó el ridículo ante el Senado de Génova cuando despreció a sus súbditos con estas palabras: «Aunque pudiera hablaros en latín, toscano, francés o tedesco, prefiero la lengua castellana porque con ella me entienden todos». Pero allí no le entendía nadie. Así fue colocando la simiente del desencuentro, y así de incomprendido y amargado murió el pobre hombre en el monasterio de Yuste entre banquetes, fornicios y hablando con el verdadero Dios cristiano en castellano. Como Carlos I, el PP nostro y Vox no van por buen camino. Es una temeridad cambiar lo que funciona. Y si lo consiguen saldrá caro. Muy caro.