La vida civilizada, y hasta la vida en sí, sería imposible sin el número suficiente de estantes donde poner las cosas, completando así la labor de los cajones, armarios y baúles, que tanto nos ayudan a mantener cierta sensación de orden y cordura. Sin estantes, el mundo sería un caos, no habría forma de encontrar nada, todos los objetos, necesarios o decorativos, se echarían a perder en un desorden cuántico meramente probabilístico, y caminaríamos en nuestras casas pisoteando enseres, vituallas, herramientas, ropa de cama y toda clase de tonterías imprescindibles. Ni siquiera se podría trabajar porque una oficina sin estantes, físicos o virtuales es peor que una sin mesas ni sillas, y sin algo que la sostenga y organice, la propia realidad se desmorona. No se sostiene. La civilización exige miles de kilómetros cúbicos de estanterías que multipliquen el espacio y el tiempo, a la vez que los meten en cintura. Ah, qué asombroso concepto, el estante. ¡Y la repisa, ese estante intelectual y solitario en el que apoyarse uno mismo con gesto displicente! Ni siquiera John Wayne podría actuar en una peli donde no hubiese repisas (la de una chimenea, por ejemplo) donde poner el antebrazo y verlas venir, su gran truco interpretativo.
Grandes inventos. El estante
Palma11/03/24 0:30
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