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«A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme». La célebre frase de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó desbordaba la carga épica de una gran producción. La de la presidenta del Congreso –«no dejaré que mi nombre sea mancillado»– se ha quedado en una exigua emulación para rematar una nerviosa comparecencia de la que se esperaban respuestas a interrogantes del ‘caso Koldo’. No sirvió para nada. Se tenía constancia de que Francina Armengol no ha sido tocada por el dios griego de la oratoria y el ingenio, Hermes, pero su exposición en el Congreso esta semana apenas superó el listón de la faramalla.

La rueda de prensa de Armengol debería haberse convocado en la sede de su partido, en la calle Ferraz con el fin de no mancillar –ahí sí– la institución que representa. Resulta difícilmente digerible que la persona que tiene encomendada la alta responsabilidad de representar a todos los diputados, haya utilizado el altavoz que le proporciona su cargo, tercera autoridad del Estado, para denostar al principal partido de la cámara legislativa, como una hooligan de partido más. El sectarismo demostrado la invalida para dirigir cualquier debate con el mínimo de neutralidad exigible. No es nada nuevo, los ministros del Gobierno acostumbran a hacerlo. Pero es lacerante para quienes pudieran conservar alguna consideración por la institución que, sobre el papel, es depositaria de la soberanía nacional.

Entretanto, los hechos siguen sin explicación: alguien dio la orden de comprar las mascarillas a la empresa apadrinada por el asesor del ministro de Transportes; otro alguien sugirió u ordenó el nombre de Soluciones de Gestión; y otro más, o el mismo, ha dejado dormir durante tres años la reclamación de los protectores que resultaron inservibles y fueron pagados con una rara prontitud. El sanchismo se entrega a fondo para intentar desenredarse de la maraña de Koldo. Armengol y su portavoz en Balears, Iago Negueruela –triste papel el de paladín en defensa de lo indefendible– quieren culpar al actual Govern del PP del desaguisado. Y, muy cobardes, trasladan su responsabilidad a los funcionarios del departamento que dirigía Patricia Gómez, que por cierto sigue agazapada como si de nada se hubiera enterado. El argumento de Francina Armengol contiene implícita la contradicción que anula su defensa. Sostiene la presidenta que la reclamación se cursó después de tanto tiempo por la lentitud de la administración. Otra vez, la culpa de los funcionarios. Aunque encaja mal con la rapidez con que fueron abonados los 3,7 millones de euros a la empresa investigada. ¿En qué quedamos?

Mal lo tiene Francina Armengol: Pedro Sánchez ha dicho que la apoya. Hasta que el pulgar del autócrata señale hacia abajo en el momento que sea vea de nuevo apretado y obligue a caer a la presidenta del Congreso. Con las investigaciones judiciales en desarrollo, incluida la Fiscalía y la Comisión europeas, difícilmente podrá el sanchismo circunscribir el caso, «de corrupción grave» ha calificado Sánchez, al exministro Ábalos y sus amigos. En la cima del cinismo, Pedro Sánchez y sus coros insisten en que su partido es implacable con la corrupción. Al mismo tiempo, su amnistía a la carta garantiza la impunidad de sus aliados ante delitos mucho peores.