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Tal vez fueron los antiguos griegos los primeros que tomaron conciencia de que debían organizarse como un pueblo libre y próspero, y lo intentaron de todas las maneras posibles. Experimentaron con la aristocracia, la democracia, la tiranía y la monarquía, y todo les salió mal. Fue así como les aplastaron los romanos, que también pusieron empeño en ordenarse bien. Ensalzaron las tradiciones, promovieron el derecho y reafirmaron la seguridad jurídica como nadie antes. Inventaron una república que dirigían dos cónsules a intervalos y sólo durante un año para que no tuvieran tiempo de corromperse. Pero este intento extremo de equilibrio tampoco funcionó, porque llegaron los dictadores y después los emperadores. Europa siguió experimentando con modelos incluso después de revoluciones civiles y religiosas tan ejemplares como sangrientas. Nórdicos y británicos mejoraron algo, pero en la Europa central y en la cuenca mediterránea todo iba siempre mal. Así que no nos deberíamos sorprender cuando las instituciones del Estado fracasan en su intento de administrarnos bien, e incluso que las haya que se corrompan gravemente. Cambiar un sistema tan imperfecto y anquilosado como el nuestro, aunque apenas alcance los 45 años de antigüedad, necesitaría de una energía superlativa que ningún líder ni partido político es capaz de aportar. Haría falta la fuerza de una revolución, o peor aún, de una guerra. Así es que entre esta alternativa y lo que tenemos ahora mismo –de Armengol a Ayuso y de Puigdemont a García Castellón– tal vez sea mejor resignarse y quedarnos como estamos. E la nave va.