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El sacerdote jesuita Nicolau Pons Llinàs camina con dificultad por los pasillos de su residencia en Montesión. «Somos cuatro nonagenarios y yo soy el capitán», explica con una sonrisa. Tiene 97 años y la cabeza muy clara. Recuerda con nitidez una larga vida repleta de momentos históricos, como la Guerra Civil española o la guerrilla del Che Guevara en Bolivia. Repasamos su biografía y le ruego detenernos en el terrible bombardeo que sufrió en Artà cuando era un niño de 9 años.

El 31 de agosto de 1936 unos pilotos fascistas italianos causaron la mayor destrucción nunca vista desde el aire en Mallorca. Acababan de llegar desde Cerdeña y, sin conocer la isla, usaron sus modernos bombarderos S.81 para atacar la zona que controlaban los republicanos en Sant Llorenç y Son Servera. Cuando volvían, les quedaban dos bombas de 100 kilos y decidieron lanzarlas sobre el pueblo colindante, Artà, sin saber que pertenecía a su propio bando.

Nicolau explica que «cuando se escuchó el ruido de los motores, la gente salió a la calle a ovacionar a los aviones con los colores nacionales. El bombardeo fue horrible. Todo el pueblo se llenó de humo». El ataque, con tantas personas al descubierto, provocó un número elevado de víctimas: 11 muertos y 9 heridos.

Seis de los fallecidos eran mujeres. Entre ellos había también varios niños que, como Nicolau, se habían hecho balillas (juventudes de Falange) y corrían curiosos por las calles cuando caían los proyectiles. Según el historiador Gabriel Alou, el pequeño Antoni Bauzà, de solo siete años, se adelantó hasta la esquina donde cayó una de las cargas e indicaba a los demás que fueran hacia allí, cuando de repente se produjeron las explosiones. Fallecieron él y su madre, Margalida Fuster. Su otro hermano, Andreu, de ocho años, quedó gravemente herido y se recuperó de milagro.

El bando golpista acusó de la masacre a «dos aviones marxistas pintados con los colores nacionales», mientras ordenaba colocar paneles en las azoteas para que los pilotos no volvieran a equivocarse.
Tras el suceso, el padre de Nicolau fue movilizado. Había sido alcalde de Artà por el Partido Liberal y le obligaron a liderar un grupo de 20 hombres para defender Son Servera. Sin embargo, cuando llegó, la batalla había terminado. «Esto ha sido mi mujer que ha rezado a San Salvador», concluyó.

Nicolau ingresaría años después en la Compañía de Jesús. Lo destinaron a una parroquia en La Paz, Bolivia, donde coincidió en 1967 con la guerrilla del Che Guevara. Fue señalado como miembro de la teología de la liberación y el golpe militar derechista de 1971 le obligó a salir del país por miedo a ser asesinado. Lo consiguió gracias a una pequeña avioneta que usaba otro sacerdote para dar misa en pueblos perdidos de la selva. Cuando volvió a Mallorca, el Obispado desconfiaba de él por su coqueteo con los comunistas. Lo destinaron a la parroquia de Can Picafort, donde ejerció 22 años. Estas últimas décadas ha aprovechado para escribir varios libros. Uno es sobre Artà. Otro es una autobiografía en verso titulada La vida, una sort.

Cuando cumplió 90 años, la compañía lo mandó a vivir sus últimos días a una enfermería en Barcelona, pero como la muerte no llegaba, volvió a Palma. «No me sacan a ver el mar. Antes pagaba 10 euros a un ayudante para que me llevara. Ahora ya no quiere», lamenta.