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Yo es que estoy hecho un sentimental, oigan. Cada vez que abro una novela de Simenon y al girar una de las primeras páginas me encuentro de pronto al subinspector Torrence, siento que durante al menos un par de día el mundo será un lugar mejor para vivir. Al bueno de Torrence, ese detective gordo que parece una copia taciturna de su jefe, Simenon lo mató ya sin miramiento alguno en la primera de las novelas del comisario Maigret, pero cuando al cabo de unos años recuperó la serie después de haberla dado inicialmente por concluida se olvidó por lo visto de que lo había dejado tendido sin vida en el suelo de la habitación de un hotel de lujo. Para otros igual esto será motivo de crítica, pero a mí ya me va bien. Como que a Cervantes le pasara lo mismo, y sin que mediara tanto tiempo, con el famoso rucio de Sancho, que solo veinte capítulos después de que se lo robaran unos maleantes reapareció como si nada cargando resignadamente con el peso de su amo. Es verdad que a veces no basta con que el autor se equivoque y hay que correr en su auxilio. De la lectura de La esfinge de los hielos, aquella continuación que Julio Verne escribió de Las aventuras de Arturo Gordon Pym, lo que en su día más aprecié también no fue que resolviera más o menos el misterio del naufragio sino encontrarme de nuevo con el perro Tigre, que a Poe se le había traspapelado en plena travesía camino del Polo dejándonos a todos con mal cuerpo. A ver si los lectores más sensibles no nos merecemos que las historias terminen bien.